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Del clavo en la pared cuelga un machete*

Por: Juan Sebastián Gatti

2012-04-04 04:00:00

“En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una

voluntad de contacto con el presente histórico del hombre,

una participación en su larga marcha hacia lo mejor

de sí mismo como colectividad y humanidad”

Julio Cortázar

 

Confieso que emprendí con un pasmo cauteloso la tarea de hoy, porque si bien 10 minutos me parecen perfectos para leer un cuento –lo lamento por los novelistas– no estoy seguro de que basten para “reescribir a México en el siglo XXI”, aun con la mejor de las intenciones. Luego me detuve sin prisas a preguntarme qué querrá decir exactamente esa frase, y por qué alguien querría reescribir un país, y cómo lo haría de quererlo así. En historia, “reescribir” suena mucho a borrar, a pasar la página, a hacer tabla rasa del pasado. Entiendo que algunos escritores asumen deportivamente la tarea de mostrar que el pasado no fue lo que creíamos, y aprovechan la desmitificación de héroes y villanos para demostrar que los hombres valientes iban al baño como todos, y que algunos perfectos canallas eran en el fondo demócratas modernizadores que sólo por azar de las circunstancias acabaron, digamos, vendiendo medio país o gobernando 30 años.

Esos esfuerzos alterarán o no la historia, pero de lo que no tengo duda es de que muestran de manera muy evidente en qué país vive el que los produce. Me parece un fenómeno interesante porque esta discusión que nos han propuesto, la del papel del escritor en la sociedad en que vive, es muy vieja y casi siempre se ha centrado de manera muy simplista en los temas y las maneras de contar, en si el escritor es una persona “comprometida”, que por ejemplo escribe novelas sobre el narcotráfico, el asesinato de Colosio o la guerra contra el crimen organizado, o si es por el contrario un esteta vacuo que escribe cuentos fantásticos o sonetos eróticos minuciosamente medidos de oído mientras el destino de la humanidad se juega a su alrededor. Y él no se enteró.

Todo suena muy sencillo así, y cualquier burócrata del régimen puede proceder a hacer el listado correspondiente en dos columnas, una con los nombres de los peligrosos agitadores y otra con los de los felices e inocuos practicantes del arte por el arte. Pero por supuesto no figurarían en el listado los escritores del régimen, que, curiosamente, en esta lógica tendrían que estar en la columna subversiva, porque siempre escriben sobre temas de actualidad, faltaría más, y porque de compromisos lo saben absolutamente todo. Así que este burócrata hará que Excel agregue una tercera columna y dividirá a los escritores bajo los rubros “a favor”, “en contra” e “inocuos”, y mandará las copias correspondientes, una a la ventanilla de pagos, otra a las instituciones encargadas de lo que Mafalda llamaba “el palito de abollar ideologías”, y una más a la ratonera, que es el fino eufemismo que se usa en muchos países para describir los archivos de papel donde nunca entra nadie porque no hace falta.

Allí, a la ratonera, irá precisamente el nombre de ese autor de sonetos eróticos medidos de oído, que alguna vez dijo que el día que se viera reducido a contar sílabas con los dedos se retiraba de la poesía, y que sin duda, se dice el burócrata, no sabe dónde vive. El poeta de mi ejemplo no es ficticio: se llamaba Tomás Segovia, y supongo que ese nombre basta para demostrar lo absurdo del método temático para juzgar el nivel y el signo del compromiso de un escritor.

Menos simple pero mucho más productivo, me parece, es justamente pensar en el país desde el que el escritor realiza su trabajo. La frase “reescribir a México” parece sugerir la utopía de que sólo hay un México, y que todos nosotros vivimos en él codo a codo. Basta pensar en ese territorio literario llamado “foxilandia”, o escuchar las declaraciones cada vez más extraterrestres de Mario Vargas Llosa, para comprender que no es así, que no todos vivimos en el mismo país ni en el mismo planeta. Que a algunos, además, no nos interesa. Por ejemplo, hay quien escribe desde un país con sexoservidoras, asegurados, adultos en plenitud y centros de readaptación social, mientras que yo vivo en uno con putas, detenidos, viejos y cárceles, y leo a los otros como si vinieran de Dinamarca.

Y como el presente, también el pasado es complejo y multiforme, y yo he elegido hoy, para hablar de mi lugar en el mundo, pensar el término “reescritura” de la manera más literal posible, la de un lápiz que remarca las palabras y las oraciones escritas tiempo antes, para que no se nos olviden ni pierdan intensidad, para que no se diluyan y atraviesen el papel y se marquen en la madera debajo de él. Me parece que de esa forma deben reescribirse, deben recordarse, los episodios de mayor dignidad de nuestra historia, los momentos más luminosos de valor y solidaridad y fraternidad.

Practicando esa reescritura en los días pasados, sé por ejemplo que escribo, que no puedo escribir más que desde el México del derecho de asilo político, es decir, el que tuvo con Cárdenas su momento más alto, pero no el único, y que no puedo escribir desde el que entrega vascos a Aznar y sucesores como quien manda postales; el de la educación pública, laica y gratuita, porque no podría escribir desde el que pretende llenarnos las escuelas de curas o de empresarios como Claudio X. González o Armando Prida; el de la seguridad social garantizada por el Estado, porque no podría escribir desde el México de la rapiña privada, la patria convertida en una marca comercial y la gente reducida a números contables.

Son sólo tres ejemplos de una larga lista, y no soy tan inocente como para no saber que los elegí por razones de mera historia personal. Yo no estaría aquí si ese México no hubiera recibido a mi familia en el exilio; no hubiera tenido la educación que tuve sin la escuela pública, laica y gratuita, y no tendría una casa donde vivir si no fuera por esa seguridad social. Personal, digo, pero no egoísta, porque no hay nada más lejano del egoísmo que esas tres cosas.

Dicho eso, reivindico como escritor mi obligación de escribir lo que se me ocurra, como se me ocurra y cuando se me ocurra, sin dejar que nadie me imponga temas o formas o calendarios, sin buscar la aprobación del gurú de turno, de los poderes constituidos, de las fuerzas vivas, de la moda ni del mercado. Una obligación conmigo y con mis lectores –me consta la existencia de tres, no descarto que haya otros–, con mi historia y con aquéllos que la comparten.

Al final del día, la historia y las historias tienen maneras muy retorcidas de afectarnos. Hasta hace poco tiempo, y quizás todavía, vivían y trabajaban en Puebla los descendientes de un señor que, en vísperas de la batalla del 5 de mayo, y tratando de participar a su modo en lo que se avecinaba, afiló gratuitamente los machetes de un número considerable de campesinos de la Sierra Norte que se preparaban para el combate. Luego de la batalla, algunos de ellos regresaron trayéndole como agradecido obsequio unos cuantos sables y espadas tomados de las manos yertas de los enfants. Con interés profesional, este señor notó que las hojas que le habían regalado tenían un filo muy peculiar: hacia afuera y en ángulo recto por un lado, y hacia adentro y en diagonal por el otro. Comenzó entonces a practicar esa forma de afilar, la legó a sus descendientes y, gracias a aquella batalla, los afiladores de cuchillos de Puebla practican desde entonces con nuestros cuchillos de picar cebolla lo que en el gremio se conoce como “filo francés”.

La moraleja de esto es que nadie sabe con certeza lo que quedará de las novelas de narcos, por ejemplo, si por las maneras lentas pero poderosas de la buena literatura ayudarán a moldear un México  ajeno al salvajismo y la miseria; o si serán olvidadas o relegadas a algún polvoriento rincón costumbrista de la historia de la literatura, mientras los jóvenes de cualquier edad construyen un país en el que de verdad quepan todos, enarbolando como bandera un relato de ciencia ficción o un poema amoroso de Tomás Segovia. En cualquiera de esos escenarios, mi pequeña esperanza personal es que en mis cuentos sobre familias extrañas, o coleccionistas obsesivos o criaturas espantosas, un lector atento se percate de que puse una pared, de que en esa pared Anton Chejov plantó un clavo, y que de ese clavo cuelga un machete con filo francés.

*Texto leído en el encuentro “Reescribir a México en el siglo XXI”, convocado por la Sogem en la Feria del Libro de la UAP.

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