2012-09-25 04:00:00
Abatido por mi congoja, recuerdo aquel primer día de clases en la preparatoria.
Como de costumbre, el chofer de la familia me dejaba dos cuadras antes de llegar; no me agradaba que mis compañeros se percataran del nivel económico de mi familia. Subía por la escalera que conducía a los primeros semestres. Entraba al que indicaba 1005. En medio del bullicio y miradas juguetonas o inquisitivas, se podía reconocer el alegre desmadre de mis compañeros. La reunión de pequeños grupos, las bromas, gritos, conversaciones, sonrisas y carcajadas mostraban los matices brillantes de la adolescencia. También había rostros serios; miradas lejanas, preocupadas o fatigadas; personalidades atraídas por sus historias hacia las áridas sombras del ensimismamiento o la reserva. Entre estos últimos resaltaba mi futuro amigo: Benito; su traza e indumentaria eran sencillas; su porte aunque pequeño, era desafiante; tronco recio y piernas largas; brazos cortos, delgados y fibrosos; piel morena; ojos oscuros y grandes; cara afilada; mirada fija. Al entrar topé con él y acercando mi cara a su oreja, lo saludé con un grito a medias:
–¡Hola!, –Enseguida, con voz apagada, me contestó –¡fhola! –Me llamo Arturo Ramírez ? –le dije, sin bajar el tono de mi voz, ya que la algarabía reinante imposibilitaba la conversación en voz baja. –Cómo te llamas? –le pregunté –Benito... Guiga... chapolinf –me contesto?
Aunque era poco sociable algunos de los compañeros llegamos a estimarlo. Cuando alguien lo interrogaba, miraba a su interlocutor sin parpadear, encogía los hombros, movía la cabeza negando su participación y se retiraba. Si alguna vez expresaba su opinión, hablaba de manera pausada; sus mejillas y labios se contraían haciendo fluir sus palabras a manera de resoplidos. Gustaba de refugiarse en esquinas o pasillos poco transitados, para luego ponerse a silbar, silbar y silbar; no entonaba melodías, sólo tonalidades.
Aunque los números se me facilitaban, era lo socio–político aquello que me atraía. Y fue ese primer semestre, cuando motivado por el despotismo pertinaz de algunos profesores, que me decidí a practicar el arte de conjuntar fuerzas para conseguir objetivos provechosos para las personas, que en nuestro caso, éramos nosotros. Me lancé a la presidencia de la Mesa Directiva Estudiantil.
–¡Compañeros! –vociferaba yo, para captar su atención Luego, con energía explicaba lo que haríamos si lográbamos la presidencia de nuestra organización. En mi discurso frente a nuestro grupo escolar, Benito se me acercó, y sin que se lo pidiese, desde ese momento se convirtió en mi guardaespaldas; optó por cuidarme. Su amistad me agradaba y creo que también él me cobró afecto. Siempre respondía cuando una mirada inquisitiva lo convocaba, o cuando se trataba de defender una causa que él supusiera justa. Los seis semestres transcurrieron rápido. La noche de nuestra graduación bebimos unas copas y platicamos, o más bien diserté, sobre lo mal que andaban nuestros gobernantes; el desempleo creciente; los bajos sueldos; la corrupción imperante; el atraco electoral para impedir que llegara a la presidencia un verdadero demócrata; etcétera. Él me escuchaba absorto, asintiendo a todas mis aseveraciones. El festejo concluyó, todos nos despedimos estrechando efusivamente nuestras manos, dándonos un abrazo y deseándonos la mejor de las suertes. Benito caminó hacia mí atropellando a varios compañeros como si no existieran, chocó mi mano con un recio saludo y me gruñó: –¡lleggarás lejos! –¡también tú lo harás! –le respondí abrazando su raro cuerpo. Al palmear su espalda, me alarmé, palpé un cuerpo empequeñecido. Dos años después, la publicidad que rodeaba las elecciones presidenciales alababa la pureza del órgano electoral. Nuestro candidato continuaba siendo el mismo izquierdista que había sido defraudado seis años antes. En aquel entonces, la mayor parte de la gente se había dado cuenta de la estafa, sin embargo la falta de organización había impedido la lucha que denunciara el fraude y exigiera el respeto al voto. Ahora, la gente estaba mejor organizada y más decidida. Muchas veces, a manera de encuesta, mis compañeros y yo preguntamos a ciudadanos comunes:
–Disculpe señor ¿usted ya decidió por quien va a votar? –Siete de cada 10 afirmaban que votarían por la izquierda; entre no lo sé o qué le importa, por la derecha o por la ultraderecha quedaban los otros tres. En contraparte, el aparato electoral y los medios de comunicación, decían que el candidato de la derecha aventajaba ampliamente a sus oponentes. La ultraderecha embestía contra todos. En los días previos a la elección se habían encontrado boletas foliadas y duplicadas. El aparato electoral restaba importancia al hecho y no investigaba. A mi escaso entender, ese contexto anunciaba un gran fraude. La dirigencia de izquierda no lo veía de ese modo, creía que logrando una votación masiva era posible derrotar al candidato de la derecha.
Con el ánimo encendido y la garganta afónica cientos de compañeros universitarios y miles de ciudadanos marchábamos y coreábamos enardecidas consignas. Las voces vehementes convertidas en bramidos colectivos sentenciaban: ¡este puño si se ve! ¡No que no sí que sí, ya volvimos a salir!, y muchas otras consignas. Nuestros cantos demandantes retumbaban por las calles. Los rostros sudorosos y exaltados de los manifestantes: jóvenes y mayores, hombres y mujeres, clase medieros y pobres; todos invitaban a los transeúntes a sumarse a las marchas, las cuales en efecto engrosaban y se tornaban multitudinarias. En ese maremágnum de ideas, gentes y consignas volví a encontrarme con Benito. Al verme cerró los ojos, agitó sus brazos y vociferó:
–¡Afturo qué gusto me da verte!
Nuestra imagen general había cambiado; mi ropa ya no era de marca, había trocado en imitación; la de él se veía humilde, desgastada y sucia. Las universidades habían elevado sus costos y desde entonces Benito había desertado de la universidad. Me emocionó encontrarlo en la misma dinámica que yo; empero, me intranquilizó percibirlo mermado. Marchamos muchas veces, compartí con él la esperanza de que nuestro candidato llegara a la presidencia y nuestro país mejorara; que hubiera empleos; que los políticos dejaran de robar y de entregar las riquezas de nuestro país a potencias extranjeras; que la corrupción disminuyera; que la televisión dejará de adormecer la conciencia de todos. Esperábamos que la lucha oficial contra el narco no implicara terror para los ciudadanos comunes; que los jóvenes pudieran estudiar y contribuir a mejorar nuestro país; que los ancianos tuvieran una pensión decorosa; en fin, que nos sintiésemos orgullosos de vivir en nuestra nación. En este contexto Benito pareció recobrar vitalidad; su cuerpo recobró fuerza y color; durante las marchas caminaba vigoroso, mascullaba consignas, pero principalmente emitía fuertes silbidos. Llegó el día de la votación. Muchos representantes izquierdistas hacían esfuerzos extraordinarios para identificar y denunciar prácticas de mapacheo. En la casilla que Benito y yo cuidamos, nuestro candidato rebasó a los candidatos oficialistas con un margen superior a los 20 puntos. Muy temprano, anticipándose a los resultados oficiales del conteo rápido, la candidata de la derecha reconoció el triunfo de su odiado oponente del otro partido de derecha y en su discurso exponía: el voto es el instrumento por medio del cual los ciudadanos se expresan y deciden quién los habrá de gobernar; o lo que es lo mismo, contribuía y avalaba el madruguete de su criticado rival.
La trampa se cerraba. La indignación, tristeza y frustración se hacían presentes en el ánimo de millones de ciudadanos. Esa noche, Benito había pernoctado en mi casa y las noticias lo sumergieron en profunda depresión. Por la mañana lo oí caminar suavemente por la sala; sus pisadas por la casa eran cada vez más imperceptibles. Ya era tarde, el reloj marcaría las dos treinta de la madrugada. Sentado frente a mi procesador, continuaba comunicándome con mucha gente. De repente, algo llamó mi atención; volteé hacia mi lado izquierdo, ¡un enorme grillo color marrón caminaba lentamente hacia mí! Se detuvo un instante, movió de manera reverente sus antenas; levantó su afilada cara para mirarme con sus grandes ojos negros; luego, con parsimonia, giró su cara hacia el suelo y continuó su lento avance. Me alarmé, mi piel se puso chinita, mis latidos cardiacos los sentía en las sienes; moví los ojos con lentitud para visualizar sus posibles movimientos de escape; en seguida, con precaución desplacé mis piernas preparándolas para asestar un pisotón contundente. Pero no; no escapó; ni siquiera hizo el intento; simplemente caminó despacio hacia mí. Hoy podría afirmar que había decidido inmolarse. Levanté mi pie y ¡pafff! ¡Lo pisé! En ese momento experimenté una culpa estremecedora. Oí el crujido de su cuerpo; en seguida levanté mi pie, calzado por una gruesa bota tipo minero, y miré los restos del grillo en medio de una mancha de sangre roja. Un espasmo doloroso anticipó mi llanto; luego, las lágrimas continuaron resbalando sobre mis mejillas por largo rato. A Benito Cuicachapolin no he vuelto a verlo.
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