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Cuando se acaban las buenas intenciones

Por: Alejandra Fonseca

2012-11-02 04:00:00

Es una mujer mayor. Realiza aseo. Poco lee y escribe. Habla de manera peculiar. De lo que sucede se informa por el periódico pasillo de donde trabaja. Un día llegó a pedirle a uno de los jóvenes jefes que le explicara la reforma laboral y que si le podía dar un pequeño texto para compartir con sus familiares. El joven con mucho gusto le explicó en lenguaje coloquial y le entregó un breve y sencillo texto para que lo difundiera entre sus familiares. La mujer, agradecida, dobló la hoja y se retiró.

Unos días después la mujer limpiaba oficinas y pasó el muchacho. Se saludaron y él le preguntó si les había servido el texto. Ella dijo que sí y él le pidió su opinión al respecto. Ella dijo que como ya estaba grande ya no se preocupaba mucho por tener trabajo, que podía hacer memelas en el zaguán de su casa y sacar lo del día.

El joven curioseó la opinión de los familiares. Quejumbrosa y amargada, respondió que unos sobrinos que son sindicalizados en una institución no estaban de acuerdo porque les iban a afectar sus derechos aunque sí querían que se acabaran los sindicatos tan corruptos. Y al referirse a otros familiares que trabajaban informal y esporádicamente, dijo que de por sí ya les pagan lo que quieren y no les dan ningún beneficio.

Para brindarle un poco de consuelo el joven le sugirió que los sindicalizados hicieran saber a sus líderes su opinión y que era importante ser escuchados. La señora que se le va al cuello: “!Y bueno, a usted qué le importa!”

El joven, consternado, se retiró y reflexionó: “¡Tiene razón! No puedo hacer que los otros hagan lo que no quieren hacer. Si los demás no luchan por sus derechos, ¿qué puedo hacer? Está bien, –se consoló–, no me vuelvo a meter”, se dijo convencido, dolido y frustrado. Dejó de platicar con la señora del aseo.

Unos días después, la señora se apareció en sus oficinas. Lo saludó como si nada y le pidió si la ayudaba a encontrar trabajo para un sobrino que recién había terminado la universidad. El joven la miró como si no creyera lo escuchado. Con amabilidad, pero distante, le dijo: “Creo que cada quien tiene que rascarse con sus propias uñas, señora. No puedo ayudarla”.

“¿Cómo ves?, –platicó después–. Primero me dice que a mí qué me importa, y luego me pide un favor en el mismo sentido…  Así se acaban las buenas intenciones…”

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