México es uno de los países con mayor desigualdad en América Latina, la región más desigual del mundo. En nuestro país, la pobreza afecta a millones de personas a cambio de la existencia de un puñado de multimillonarios que concentran la riqueza producida por el trabajo explotado de la clase obrera, precisamente esa clase que algunos dicen no existe.
En la última lista de los multimillonarios del mundo publicada por la revista Forbes, aparecen 12 mexicanas y mexicanos como parte de esa élite mundial. Encabezados por Carlos Slim, los nombres de la lista siguen siendo los mismos (Eva Gooda Rivera, María Asunción Aramburuzavala, Germán Larrea, Ricardo Salinas Pliego, entre otros). La fortuna de algunos de ellos, tiene su origen en la privatización de las empresas públicas. De acuerdo con el Inegi, el PIB de México, en 2017, ascendía a 22 billones 718 mil millones de pesos y esos 12 multimillonarios (0.00001 por ciento de la población), se apropia de 12 por ciento, es decir, para ellos solitos son 2 billones 726 mil millones. La fortuna de esa privilegiada docena, era, el año pasado, de 141 mil 800 millones de dólares, lo que significó un crecimiento de 20 por ciento respecto del monto que poseían en 2016 (118 mil 700 millones de dólares), equivalentes a 23 mil 100 millones de dólares; esa es la magnitud del incremento de su riqueza en un solo año.
A esa concentración de la riqueza, corresponde una distribución semejante del ingreso, de manera que hay millones de pobres, que siguen siendo los mismos y “algunos más”, pues en los últimos ocho años, informó el Coneval, los pobres en México aumentaron 3.9 millones y la cantidad total de mexicanos en situación de pobreza alcanzó a 53.8 millones; y no es todo, la pobreza no es observable únicamente en el sureste del país, pues el mismo Coneval afirma que, el año pasado, en 20 de las 32 entidades del país, creció el porcentaje de la población que no puede adquirir la canasta básica alimentaria con su ingreso laboral.
La relación social que “naturaliza” esta situación, se encuentra en la esencia misma del capitalismo y detrás de las cifras se encuentra una relación de explotación y dominación.
En el capitalismo, el trabajador vende su fuerza de trabajo al capitalista, quien la utiliza a lo largo de la jornada laboral para producir mercancías que contienen valor; este valor, producido por el trabajo explotado, se divide en dos partes: el propio valor de la fuerza de trabajo y un excedente de valor producido en la jornada, excedente social (producido por decenas, cientos o miles de trabajadores) del que se apropia el capitalista, que, así, acumula una fortuna que aumenta en la medida que disminuye el salario. Particularmente, en la fase neoliberal del capitalismo, el salario se reduce porque el mercado de trabajo se flexibiliza, lo que en buen romance significa dejar en la indefensión a los trabajadores frente al capital. El Estado se encarga de convencernos que eso es “natural”.