Los símbolos tienen una enorme capacidad para comunicarnos cosas, muchas veces con mucha más eficacia que cualquier discurso, por elaborado que sea. Éste es un rasgo cultural omnipresente en la construcción histórica de las relaciones sociales, desde sistemas simbólicos determinados por las distintas épocas, hasta símbolos representantes de subculturas o movimientos sociales muy particulares, como fue la esvástica para la Alemania nazi o la paloma blanca, con una ramita de olivo en el pico, como alegoría de la paz.
Vemos símbolos por todas partes porque su fuerza persuasiva y cognitiva es inigualable. Banderas, productos y marcas, lo lícito y lo prohibido, todo lo podemos representar a través de una figura. Y la dependencia de los seres humanos a estas imágenes nos rebasa, como lo demuestra su transformación a través del tiempo en distintos contextos culturales. Mientras recordamos a los egipcios por el uso de los jeroglíficos, los últimos tiempos han convertido a la nuestra en la era del emoji, cuyo legado ha dado a la comunicación digital una capacidad mucho más sensitiva de lo que jamás pudieron las simples palabras.
Si buscáramos un ejemplo vivo e ilustrativo de la capacidad de los símbolos para expresar lo que sentimos y cómo lo sentimos, bastaría con dirigir la mirada hacia los movimientos sociales y la forma en la que se sirven de símbolos particulares para personificar su lucha. Es particularmente con respecto a uno de ellos que plantearé el modo, algunas veces engañoso, mediante el cual se dan estos procesos simbólicos: el feminismo y el tono mediante el cual se percibe que éste busca proyectar la figura de la mujer en el imaginario colectivo.
Este es uno de los símbolos más popularmente relacionados con el feminismo, y ha sido utilizado por el sistema astrológico para representar lo femenino. Encarna a las diosas Venus, según la mitología romana, y Afrodita, según la griega, por las cuales se le otorgan también distintivos más precisos como el amor, la belleza y la fertilidad, características que obedecen a la imagen de dichas diosas en su contexto respectivo. La figura, de origen egipcio, simula la cruz formada por las entrepiernas femeninas y la vulva, mientras que el círculo corresponde al vientre de la mujer. Asimismo, deviene como oposición a la figura masculina, representada por Marte, y que simula la lanza de un guerrero y, a la vez, el pene del hombre.
Lo femenino antifeminista
Si alguna vez hemos tenido un acercamiento a los postulados históricos del pensamiento feminista (si no, nunca es tarde), no nos resultará extraño sentir que hay algo que no encaja del todo en la relación del feminismo (o, mejor dicho, de los feminismos) con este símbolo.
Las divergencias dentro del propio núcleo feminista siempre han estado presentes; de ahí que se hable de la existencia de no sólo un feminismo sino de muchos. Una de las disonancias más importantes y arcaicas (mas no prescindibles) dentro de esta esfera, se llevó a cabo por los grupos oponentes al feminismo heterosexual, señalado por su enfoque acrítico ante la heteronormatividad[i] y la imposición de la figura de la mujer como ente complementario del hombre, así como por la invisibilización implícita de los homosexuales.
Por otro lado, el llamado feminismo de la diferencia es una más de las corrientes que han causado divergencias dentro del movimiento. Concibiendo únicamente la existencia de mujeres y de hombres, con sus “sexos correspondientes”, esta variante feminista entiende sus reflexiones partiendo de la relación entre las categorías de sexo, comprendido como lo biológico (femenino o masculino), y de género (mujer u hombre), relacionado con la identidad del sujeto. El cuestionamiento principal hacia esta vertiente es la postura pasiva ante los roles de género impuestos y, en consecuencia, la exclusión de las identidades transexuales, que se encuentran entre las principales víctimas de asesinato y discriminación, y son una de las principales faenas de la lucha feminista.
A partir de estas distinciones, observamos las incongruencias que subyacen cuando un emblema feminista representa únicamente a las mujeres heterosexuales, identificadas con su sexo biológico y pasivas ante la idea de ser vistas como el complemento del hombre. Y, en un sentido similar, podemos reparar en la naturalización de la maternidad como su función intrínseca, así como en la aprobación de un canon de belleza, bien conocidos por ser protagonistas, junto a otros, de la crítica feminista.
A pesar de todo, como uno de los característicos actos subversivos feministas, algunos grupos han transformado y resignificado este símbolo, apropiándoselo para volverlo atributo de su lucha. La resignificación de figuras previamente ofensivas es un fenómeno constante dentro del feminismo; con la re-apropiación de palabras como queer (rarito) o bollera (lencha, lesbiana) para distinguirse, las distintas organizaciones han convertido las palabras e insultos que las criminalizan en insignia de sus movimientos.
El trendy “feminista”
El problema empieza cuando la vocación consumista que nos imponen desde temprano le gana la batalla a la indignación, y empezamos a consumir los símbolos revolucionarios como prendas de ropa. Múltiples marcas y empresas han utilizado la imagen feminista para vender, construyendo satisfactoriamente lo que en los noventa sería el preámbulo de la Barbie feminista…
No, perdón, ¡ya existe! y es la última creación de Mattel:
Cada vez es más frecuente encontrarte camisetas con frases tipo Feminism: my favourite F-word y cada 8 de marzo a niñas portándolas a éstas con orgullo, cuando su existencia es todo menos feminista y es un lúcido reflejo de las relaciones comerciales más injustas; por ejemplo, la explotación laboral y el neoesclavismo en Bangladesh o en Asia.
A pesar de que las militantes feministas han resignificado aquel símbolo femenino para incluir a las diversas identidades que forman parte de su lucha, muchas veces es la figura de Venus la que más circula en las protestas (por no decir que es raro ver el símbolo resignificado durante éstas). Es una inmersión en la utilización automática e inconsciente de los recursos y rituales feministas, a manera de mercancía o producto que consumimos y vestimos simplemente porque “está de moda ser feminista”.
Para poder modificar las reglas de nuestros intercambios consumistas y, en general, de la manera de relacionarnos socialmente en el mundo, diferenciar entre el top trendy y un movimiento social, con la historia y esencia particulares que éste implica, es imprescindible. Tendría que ser parte de un sentido común conocer la historia de nuestras banderas antes de ponérnoslas encima. La lucha feminista, como muchas otras, las dificultades que la han definido desde siempre, con las transformaciones históricas que implica y el dolor que determina su existencia, no son el fruto de la organización de una subasta.
La intención de estas palabras no es la del juicio por el simple gusto de criticar o infravalorar lo que podría ser una empatía revolucionaria, pero ¿esto es feminismo? Me parece que no, y tampoco creo que el feminismo merezca ser tan infamemente confundido. Si le parece que leer sobre feminismo “está de hueva” o las horas no le alcanzan para hacerlo, los textos de Judith Butler, Silvia Federicci o Simone de Beauvoir no son el camino exclusivo ni, mucho menos, el más didáctico si no se quiere verter la vida en ello. Lo que es indispensable es evitar calificaciones sin averiguación previa y crear garabatos del feminismo inexistentes en él. Aunque no podamos hablar de un solo feminismo, detectar los falsos deviene en estrategia de lucha.
[i] Heteronormatividad: Régimen impuesto por el sistema patriarcal, que naturaliza la identidad y sexualidad heterosexual de los individuos.