“El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza” (K. Marx, El Capital, México, FCE, t. 1, p. 646).
Es difícil expresar el sentimiento ocasionado al enterarnos del feminicidio de Mara Fernanda Castilla, jovencita de 19 años, estudiante de Ciencias Políticas. Tristeza, mucha tristeza por haber truncado una vida que apenas comenzaba, y rabia por la impotencia de no poder hacer nada ante la severa crisis que vive una sociedad decadente como es, actualmente, la mexicana. ¿En qué momento los mexicanos perdimos valores fundamentales, como el respeto a la vida o el derecho a vivir en libertad para construir el futuro deseado?
El neoliberalismo, a partir del gobierno de Felipe Calderón, no solo ha acentuado la violencia, sino que la ha generalizado en todo el país. Hoy la violencia es una estructura más sobre la cual se sostiene el proceso de acumulación. Es violencia el despojo que hace el capital a los pueblos originarios de sus territorios y sus recursos naturales; es violencia el desempleo que arroja a la miseria a millones de trabajadores; es violencia el abandono que sufre el campo y obliga a los campesinos a emigrar; es violencia cancelar las posibilidades de estudios superiores a miles de jóvenes, que tampoco encuentran oportunidades de empleo; es violencia la persecución contra cualquier minoría, la exclusión social o las expresiones (incluidas las redes) racistas y de discriminación social; por supuesto, es violencia despreciable el maltrato a las mujeres por el solo hecho de serlo; pero también es violencia desaparecer a 43 jóvenes normalistas; es violencia el asalto en el transporte público o la pérdida de la idea de justicia que deja impune los delitos; es violencia, la inexistencia de espacio donde los niños y los jóvenes se desarrollen física y espiritualmente; es violencia, en fin, la descarada propaganda gubernamental con motivo de los sismos, que oculta la verdadera solidaridad social, que no necesita fotos para existir y justificarse.
Estamos sometidos a una violencia cotidiana en los centros de diversión, en las calles en el transporte, donde los asaltos y los asesinatos son cada vez más frecuentes. Violencia que destruye el tejido social y genera pesimismo en el futuro. No se trata de paranoia, sino de constatar hechos y ver como la comisión de delitos ha rebasado cualquier forma de previsión que, además, ni siquiera existe o no es visible.
Pero la violencia no cesa, pues el capital solo puede reproducirse violentando las relaciones sociales, destrozando las formas solidarias y de colaboración; proclamando como único propósito en la vida de las personas el éxito calculado en pesos y centavos. Así, la pérdida de valores fundamentales (la justicia, la libertad y el aprecio por la vida propia y la del otro), se convierte en el signo de la época decadente, a punto de cambiar, pues no puede sostenerse más en tanto cumplió su ciclo y hoy solo muestra la podredumbre de un régimen incapaz de detener su caída histórica, régimen basado en la violencia y la corrupción, dos de los flagelos que nos ha impuesto el neoliberalismo.