La palabra botulismo se origina de la palabra latina botulus que quiere decir “embutido”. Este término fue acuñado por un alemán que se llamó Justinus Kerner (1786–1862) quien era médico y sin ser investigador, tuvo la agudeza de describir y relacionar los terribles síntomas de un envenenamiento provocado al ingerir una toxina producida por una bacteria que posteriormente se denominaría Clostridium botulinum y que estaba precisamente en las salsas de carne y salchichas a las cuales los alemanes son tan afectos.
La historia es digna de tomarse en cuenta, pues está llena de sucesos sorprendentes. En ésa época eran muy frecuentes los casos en los que después de consumir embutidos particularmente gruesos y aparentemente frescos, se iniciaba un cuadro clínico sin fiebre y con un estado de plena conciencia, predominando la visión doble (diplopia), boca seca (xerosis), dificultad para deglutir (disfagia), complicándose con síntomas abdominales como diarrea, náuseas, vómitos y fuertes dolores intestinales. Una vez establecidos estos signos y síntomas, se presentaba una serie de alteraciones del sistema nervioso caracterizados por debilidad o parálisis de las extremidades, dificultad para respirar, párpados “caídos” (ptosis palpebral), movimientos rápidos e involuntarios de los ojos (nistagmus), inestabilidad para andar (ataxia), culminando con una muerte por asfixia.
Lo que más llamaba la atención es que el elemento tóxico se encontraba principalmente en el centro de los embutidos, donde prácticamente no hay oxígeno que permitiese la reproducción de bacterias que necesitan de este elemento vital para sobrevivir. Pero alrededor de 1895, dos microbiólogos llamados Émile Pierre–Marie van Ermengem (1851–1932, o 1851–1922 de acuerdo a algunas fuentes) y Wilhelm Kempner demostraron la presencia de una bacteria anaerobia, es decir, que no necesita oxígeno para vivir.
Resulta que una sociedad musical fue invitada en la villa de Ellezelles, Hainault en Bélgica para tocar una elegía fúnebre. Después de la ceremonia, la orquesta fue convidada a un agasajo sirviéndose una colación fría, en la que el platillo principal era un jamón salado. El cerdo había sido sacrificado cuatro meses antes y había sido comido sin problemas; pero el sobrante fue guardado “en salmuera” hasta el día del mencionado funeral. En esta ocasión, se enfermaron 34 personas que incluyeron por supuesto a todos los músicos de los cuales, tres fallecieron. Emile–Pierre van Ermengen entonces tomó restos del jamón, así como porciones del bazo obtenido de las víctimas y encontró a la bacteria, que llamó en un principio Bacillus botulinus. Una vez que aisló al germen, lo reprodujo y a través de un filtrado del cultivo pudo reproducir la misma intoxicación en animales.
Posteriormente, Wilhelm Kempner logró producir en cabras, una antitoxina neutralizante. Ahora ya se sabe que la bacteria cuyo nombre actual es Clostridium botulinum es capaz de producir siete toxinas que se han designado con las letras del alfabeto desde la a “A” la “G”. Todas estas toxinas tienen un efecto sobre los músculos, paralizándolos.
Aunque tiene la característica de ser termolábil (esto es, se destruye con las altas temperaturas), el interés en su estudio se ha basado en unos hechos especiales: la aparición de casos en lactantes por la ingestión de miel, el hoy tan de moda uso terapéutico ampliamente utilizado en la cosmetología al generar parálisis en ciertos grupos musculares de la cara, cambiando el aspecto del rostro; y otros usos médicos en los que se requiere una inmovilización inducida.
Todos estos razonamientos surgen a raíz de que, al detectar latas con la bacteria, son sujetas a la prohibición de su venta; sin embargo, si son tiradas a la basura, mucha gente con un apetito voraz por la falta de alimento, puede consumirlas y poner en riesgo la vida.
No se puede menospreciar este hecho. Cuando hay hambre (de la verdadera y no solamente de ésa sensación desagradable que nos induce a comer), la gente prefiere correr el riesgo. Es entonces urgente que se dé un seguimiento a estos productos y destruirlos adecuadamente. Constituiría un motivo de vergüenza que, a estas alturas y teniendo ya el antecedente epidemiológico en el que se conoce perfectamente a la enfermedad, se generase un caso de botulismo. Consumir una lata o un embutido contaminados, sería tanto como jugar a la “ruleta rusa”, teniendo todas las balas en el cilindro de una pistola.