Miradas desgarradoras, plagadas de dolor y muerte, reclaman justicia. Son miradas de niños y mujeres, de pueblos indígenas, de trabajadores, de madres, de hijos, de esposos, de familias enteras que son víctimas de la “cultura de la tortura y el terror”. Es la violencia cotidiana que se oculta en prácticas legitimadas de dominación, pero también es la violencia instrumental que se hace visible para imponer un punto de vista.
La mayoría de nosotros vivimos la tortura y el terror a través de las narraciones de otros y otras, me incluyo, y son las victimas quienes nos recuerdan que no podemos quedarnos cruzados de brazos, sino que debemos elevar la voz para exigir la justicia. El terrorismo institucionalizado se hace visible en Manchester, en las políticas xenófobas de Trump, en el crimen contra la libertad de expresión a través del asesinato de periodistas, en el despojo de los territorios indígenas, en la pobreza, la injusticia y la explotación.
El terror llega con la intención de despojarnos de la esperanza, pero lo que no pueden quitarnos es la voluntad, el amor que nos tenemos unos a otros, y la fuerza e intención por exigir condiciones de mayor justicia. En la tragedia, en el dolor, es en el espacio de la muerte que se presenta también está siempre la posibilidad de la creación del sentido y la conciencia. Dante logró el paraíso, únicamente, tras haber montado la espalda del diablo. Es la búsqueda constante de develar las violencias más allá de su expresión brutal, sino también en su versión enmascarada. Así, cualquier exploración de lo oculto, de lo surrealista, de lo fantasmagórico, como señala Walter Benjamin (1978) “Presupone un entrelazamiento dialéctico al que un romántico giro de la mente es impermeable. Para el estrés histriónico o fanático en el lado misterioso de lo misterioso no nos lleva más lejos; penetramos en el misterio solo en la medida en que lo reconocemos en el mundo cotidiano, en virtud de una óptica dialéctica que percibe lo cotidiano como impenetrable, lo impenetrable como lo cotidiano.”
Así es como debemos develar el rostro de la violencia, que se nutre y se refugia en el silencio, en el temor. El control masivo se logra a través de imponer y naturalizar la “cultura del terror”. Nos hace sospechar y desconfiar, nos crea un mundo de incertidumbres donde lo diferente, lo extraño, lo diverso, se convierte en una construcción cultural de lo malo, de lo oculto, lo que, por tanto, hay que temer y destruir. Pasó en el Holocausto, en la Colonia, y en todo proceso que se presente como disidente. Se le monta entonces una etiqueta que nos ubica como blancos para el terror.
La pregunta es, entonces, ¿qué tipo de discursos y prácticas nos interesa comprender y construir, llenar de significado para poder o intentar de subvertir la cultura del terror y la violencia? Romper el silencio, es el primer paso para desnaturalizarlas.