Ella se sentía fuerte por tomar decisiones definitivas y definitorias. No se tentaba el corazón para realizarlas. Cayera quien cayera… aún su propia felicidad. Parecía segura de sí y transitaba en el mundo sintiendo que todo sucedía según los planes y expectativas que controlaba. Se creía flexible al cambiar de lugar de residencia para alcanzar sus ambiciones y aceptar los nuevos retos.
Su mamá la ama, admira y declaraba –a todo aquél que quiera escucharla y a quien no, también–, que su hija es “una mujer fuerte y adaptable”: Guapa, lo es; inteligente, también; agradable, sólo a quien le cae bien y le conviene, y tiene, –o tenía– una pose que se define como “sobrada” según sus conocidos, ya que al caminar con aire de suprema autosuficiencia quería demostrar que cualquier mundo estaba a sus pies.
Pasaron días, meses, años. Se casó. Quizá porque sus amigas lo estaban haciendo y porque, al venir de familia tradicional, quería hijos y los focos rojos se le prendieron al cumplir los 30.
Todo parecía miel sobre hojuelas. Pero la vida le empezó a demostrar que el éxito y el dinero, con las actitudes adoptadas alrededor de esa prioridad bien lograda, no cubren las vetas de un interior roto; que la “liberación femenina” no garantiza que infancia y adolescencia fragmentadas se resarzan por default; que las tan repetidas y descriptivas palabras de definición materna en referencia a su hija de “fortaleza y flexibilidad” dejaron de ser continentes de los contenidos.
Cayó en cama. Los doctores diagnosticaron depresión profunda por lo que terapia y medicación eran urgentes. Ante especialistas del alma invalidó sus certezas. Y su fortaleza empezó a develarse como dureza de corazón. Y su flexibilidad como fragilidad encubierta.
Sin poder aceptar las situaciones que se salían de su controlar, esas que tienen que ver con dejar salir emociones espontáneas, alegría de vivir y permitir ver su interior: las que tienen que ver con responder amor con amor, de participar en diálogos y no con oídos sordos y monólogos mudos; esas que tienen que ver con la aceptación de la evidencia que había un alma rota que era inminente resarcir y sanar con relleno de amor a sí misma reflejado profundamente en la mirada del otro, se desenterraron sus deformaciones: no era fuerte, era dura; no era flexible, era frágil. Sin capacidad de cambio, de transformación y adaptación de manera sostenible, se rompió ante la vida. No pudo mirar su interior y descubrir que el oro que tanto ambicionaba y la vestía por fuera, no valía nada por dentro.