Sembradas en el fondo del océano
cosechan luz
las estrellas de mar.
¿Cayeron del cielo en puñado
de semillas?
¿Las roció el aliento
de una galaxia dominada
por el Olimpo,
o quizás son el polen sumergido
de los antiguos Jardines de Babilonia?
Ahí están como echadas
de la mano de algún dios
que jugaba a los dados
o tiradas por una niña
en la fuente del deseo.
Se valen de ser ellas
cuerpos musculares
que, en contracción o distensión,
se reflejan cada noche
en el manto que tejen nuestros sueños.
Dicen, fue la envidia del sol
convertida en furor volcánico
o la caída de asteroides,
lo que las volvió crinoideos, redivivos
parientes de aquellos lirios extinguidos
que alfombraban los mares.
Ah estrellas musculares,
evocación del deseo de erigirnos
enteros, desde abajo y a semejanza propia.
Margaritas húmedas del gran rocío
que diluvió la Tierra,
vaticinan nuestra fortuna
en sus me quiere y no me quiere,
espejeando los guiños distantes
de la oscura soledad.
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