Jueves, marzo 28, 2024

Chico conoce a chica (que odia el jazz)

El musical es un género no–realista (bien por él) y La la land es un musical; vaya que lo es. En ella, Sebastian (Ryan Gosling), un pianista con sueños –adorador del jazz– conoce a Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz, también con sueños por supuesto. La ciudad es Los Ángeles (LA land, ¿no?), en donde invierno, primavera, verano, otoño, e invierno otra vez, son soleados, brillantes, calurosos. No es lo mismo para Seb y Mia, hasta que se conocen; antes de eso, las cosas no parecen dárseles a la altura de sus esperanzas y expectativas. Pero ya juntos –el uno para el otro– comienza la magia para ambos personajes; aunque claro, siempre está “la vida” para impedir (o matizar al menos) el que su transcurso se te ofrezca como un acabado cuento de hadas. Es así que, en rescate de ambos, llega para cobijarles la magia de La la land, esta sí inmutable, para mostrarnos no solo lo que fue, sino también lo que pudo haber sido, la relación entre –casi– el último jazzista sobre el planeta y una joven que anhela ser “descubierta” (como millones). El vehículo para esa magia es, por supuesto, su hermosa música y canciones –de Justin Hurwitz principalmente– deslumbrantes coreografías (cortesía de Mandy Moore), una sofisticación candorosa, fresca (quizá el principal aporte de la dirección de Damien Chazelle) y, por supuesto, una sensibilidad a flor de piel. Así como en los grandes musicales clásicos de los mejores tiempos del género.

La la land es una delicia. Dura más de 2 horas, que se pasan como trago de agua porque todo en ella parece atractivo, imprescindible, significativo, con cada uno de los números musicales sumando para jalar la historia hacia adelante, evitando ser sólo “momentos gratos” que detienen los eventos y/o la definición de personajes. Acostumbrados como estamos a un mundo de individualidad y pragmatismo, conocer a Seb y a Mia es acaso un bálsamo. Se mantienen como ellos mismos, pero no fortificados ante el mundo o en contra de él; par de soñadores, saben que para soñar es ineludible compartir, cobijar, ceder, estar. Eso hacen en La la land, cantando, bailando. No obstante, en algún momento dejan de hacerlo, de “estar”; y es cuando la realidad les deja claro que van alejándose. No solo de sus anhelos, sino también de ellos mismos. De ahí que Sebastian busque a Mia, después de fallarle; de ahí que Mia retome su sueño, tras abandonarlo; de ahí que la vida les cambie, para perderse, y que vuelva a cambiarles, para reencontrarse. Vamos: de ahí que –de vez en vez– sea absolutamente imprescindible encontrar una noche adorable (A lovely night) u otro día de sol (Another day of sun); que no atemorice tanto depender de alguien (Someone in the crowd), ni jugártela al desnudar tu alma frente a desconocidos (Audition); todo ello en una ciudad desafiante (City of stars), a la que tu convicción podría hasta incendiar (Start a fire), de ser necesario. Esos seis números musicales son feliz botón de muestra, de entre un crisol mayor tan logrado como atrapante.

Está, pues, bastante claro: me encantó La la land, que no es lo que la hace formidable. Sí, en cambio, los trabajos de Ryan Gosling y Emma Stone, entendiendo con precisión a sus personajes y entregándolos a partir de su fragilidad. También, desde luego, su fina música –en baladas, en jazz, en coreografías, hasta en tarareos– que remite a la magia de aquellos ensoñadores musicales clásicos, bienamados por tantas generaciones. Por igual, su claridad conceptual: no hay en La la land un solo segmento caprichoso, ni ocioso, ni fuera de lugar. Y finalmente, su elegancia: omnipresente, sensible, natural, que te va inundando mientras Seb y Mia deambulan con ellos y entre ellos: persiguiendo, persiguiéndose, al influjo de las deslumbrantes luces de Los Ángeles, pero aun más por la luz de ese arte que cada uno ama: la música y el cine. En esto último, cómplices ambos, no hay duda, de Damien Chazelle. Oh la la(nd)!, diría cualquier francés.

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