Viernes, abril 19, 2024

El síndrome Morante

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Hace casi un año, Morante de la Puebla bordó el toreo sobre la arena de la Plaza México, muy por encima de las relativas prestaciones de un teofileño de racionada bravura y tranquilo conformar. La pena fue que tan gran faena la habrán presenciado cuando mucho 5 mil asiduos al coso de Insurgentes. Hoy, domingo 11 de diciembre de 2016, la México registraba en cambio una entrada excelente, medio aforo sobrado, debido con total seguridad a Morante y su retorno al ruedo de aquella gesta artística del 17 de enero con “Debutante” de Teófilo Gómez. Que el torero de la Puebla estaba consciente de su poder de convocatoria, y que se moría de ganas por torear, es algo que a estas horas nadie se atreverá a negar.

Y es que a pocos habrá escapado la entereza del sevillano para buscarle las vueltas al mansote “Don Ricardo”, que más que embestir topaba y en más de una ocasión, con tal de quitarse el trapo de delante, derrotó al bulto. Tuvo mérito esa primera faena, que acaso habría alcanzado premio si el poblense llega a coronarla con acierto, cosa que no ocurrió. El siguiente teofileño, tan manso como sus demás hermanos –salvo el de la confirmación de Gerardo Rivera–, no le gustó nada a Manzanares, y con buen tino abrevió. Y llegamos al cuarto de la tarde.

Memorante

Era “Peregrino” un cárdeno salpicado y capirote de andar desacompasado y fea construcción –poco cuello, pitones vueltos, morrillo hirsuto de cerdas. El pizarrón le atribuía cuatro años y 520 kilos. A su muerte, el juez de plaza ordenaría arrastre lento para sus despojos. Pero ese juez, Jesús Morales, acababa de mostrar que es poco de fiar: mire que negarle a Morante un rabo que no hubiera protestado absolutamente nadie…

Y no es que Morante cuajara con “Peregrino” una de esas faenas impolutas por las que suspira el toreo moderno, los soñados 80 muletazos en que el toro viene y va tras una flama roja que liga una sucesión monocorde y “perfecta” de derechazos y naturales –más de aquéllos que de éstos–, sin enganchón que la manche ni tropiezo que la enturbie ni dosantina que le falte. No. Lo que Morante había trazado, para empezar, fueron unas chicuelinas en tablas que eran como poesía en movimiento, seguidas de dos saladísimos lances a pies juntos y, como el morlaco se quedara a media suerte, un manguerazo improvisado en la cara que fue como un relámpago de luz. Y después de un quite que remitía al antiguo de frente por detrás, pero pasándose la embestida como en sucesivos pases de pecho, lo que vimos fue el principio de faena con más sabor, son y sentimiento que la Plaza México pueda recordar. Llamarle a tal cadena diamantina simplemente trincherazos y pases de la firma enlazados sería vulgarizarlos, negar la impronta única que por los restos la distinguirá. Tan fantástico principio encandiló de tal manera al toro, tanta cuerda le dio, que el astado siguió embistiendo sin rechistar –incluso humillando lo que su corto cuello parecía tenerle vedado– en las dos o tres tandas en redondo más expresivamente lentas y graciosas que imaginarse pueda. Naturalmente, la plaza se venía abajo. Si al juez le pareció que ahí había un toro digno del póstumo homenaje será que desde las alturas del palco no le fue posible apreciar que “Peregrino” era un teofilito común y corriente, al que un andaluz patilludo e iluminado, vestido de lila y azabache, transformó en cómplice involuntario de una obra de arte.

Adicionalmente, y esto es lo verdaderamente impagable, José Antonio Morante Camacho nos hizo vivir –revivir, paso a paso– lo que habrá sido el toreo en su edad clásica: no un arte formalmente impecable, sino la genuina creación de sujetos en trance, capaces de sacudir el alma de multitudes enfebrecidas. Unas veces aguantando y templando como nadie, otras enmendándose con gracia sin par ante los frenazos o la probonería del mansurrón, y todo con tan garbosa naturalidad –incluso para salir de la cara apaciblemente– que la gente sentía cada detalle como parte imprescindible de un cuadro genial, verso libérrimo en mitad de un soneto memorable, diálogo a veces áspero entre personajes disímbolos, indispensable para dar cuerpo y sentido al drama. No, los toreros históricos, los grandes de verdad, nunca aspiraron a perfeccionar la faena estándar, sino a expresarse tal como eran y como a cada momento les iba dictando un toro concreto y el sentimiento más suyo, esa cosa extraña que Morante volvió a representar –con frescura y sabor inolvidables– sobre el escenario de Insurgentes, que deponiendo la larga melancolía que lo aqueja volvió a ser teatro de la vida plena. Por obra de una insólita puesta en escena del arte más vivo que existe. Todavía, y a pesar de los pesares.

Lo de menos sería hablar de naturales de frente –ninguno realmente logrado, culpa del bichejo aquel–, asolerados costadillos, sutiles cambios de mano por delante, molinetes sobre piernas que, sin embargo, hacían bramar a la multitud. O de una estocada arriba que causó la muerte casi instantánea de “Peregrino”, el frenético ondular de pañuelos, la negativa de Chucho Morales a mostrar el de color verde que sirve para conceder el rabo.

Como si un Morales pudiera oponerse a un Morante. Al Morante de la Puebla que inmortalizó la tarde del 11 de diciembre de 2016, en la plaza de toros México.

El síndrome Morante

La apoteosis morantina tuvo repercusiones a los pocos minutos, cuando Manzanares, luego de veroniquear con sabor al cárdeno quinto, se encontró con que el de Teófilo, aunque toreable, le exigía una entrega y un pulseo muleteril que no encontró en el alicantino, nervioso, precipitado, sin atinar con las distancias ni con los tiempos, presa de una extraña desazón que no es difícil estuviera relacionada con lo que acababa de ver y saborear un público que también, como José María, parecía deslizarse entre brumas hacia un severo anticlímax.

24 horas pasaron y, al parecer, la plaza y Joselito Adame seguían sumidos en el mismo síndrome. En su encerrona guadalupana no le faltaron al de Aguascalientes ni enjundia ni oficio ni valor; tampoco lo desasistió su reconocida inteligencia lidiadora, pero los toros le enganchaban las telas de más y no logró cuajar plenamente a ninguno de los seis, siendo lo más torero sus naturales al de Teófilo Gómez, “Mexicano”, del cual, tras un espadazo notoriamente caído, el juez Braun cometió la imprudencia de otorgar dos orejas, ¡el mismo premio que Jesús Morales había concedido la víspera a Morante!, con la consiguiente división de opiniones en los tendidos, menos poblados que la tarde anterior.

Encerronas

Con la vista puesta en la historia, no parece lo más aconsejable anunciarse con seis toros en la Plaza México. Manolo Martínez –cinco encerronas en su haber–, sería el único bien librado: sin estar libre de contratiempos, como el de su corrida 1000, paseó 14 orejas y un rabo, no demasiado si consideramos que mató 31 bureles y el tercer apéndice de “Toda una Vida”, 6º de su tarde de adiós, premiaba su trayectoria global.

A Manuel Capetillo, dos encerronas apenas le reportaron una mísera oreja, siendo que despachó 14 astados. La falsa despedida de Eloy (10.03.85) fue de las más amargas que se recuerden, al grado de abroncar la gente la oreja de cortesía del último de la tarde, única que ese día se concedió. Despedida de cariz muy distinto fue la cariñosa y cálida que el público le brindó a Fermín Espinosa “Armillita” (03.04.49), en tarde azotada por inclemente ventarrón, que cuando aminó a medias, le permitió al de Saltillo cobrar las orejas del 4º (1) y el 5º de La Punta (2), aunque, como ofrenda a su grandeza, Lázaro Martínez ordenara cortar además la del 6º, un “Urraco” de genio endemoniado incluso para el Maestro de Maestros.

Supieron a poco –en comparación con el esfuerzo y a cambio de veladas protestas– las dos que paseó El Zotoluco cuando se atrevió a anunciarse sin alternantes hace un par de temporadas. Y en su momento, caro pagaron el atrevimiento los triunfadores de sendas temporadas chicas sobre quienes se cargó la responsabilidad de despachar seis novillos sin apenas tiempo para recuperar el aliento entre uno y otro. Amado Ramírez (1954), Jaime Rangel (1960) y Adrián Romero (1970) se dieron de santos con poder ganar la otra orilla de la tarde, sin apéndices en la espuerta pero sanos y salvos.

Desde tal perspectiva, las tres orejas con las que saldó la suya Joselito Adame no serán una nota discordante en el historial torero del hidrocálido, pero en su fuero interno, José sabe que puede y debe torear bastante mejor de lo que consiguió hacerlo este 12 de diciembre. Bajo el peso de la primacía que le urgía confirmar, pero también, seguramente, del de la enorme faena de Morante a “Peregrino”, de Teófilo Gómez, el día anterior.

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