Jueves, abril 25, 2024

Huey Atlixcáyotl, la fiesta que nos robaron

“El Atlixcáyotl actualmente es una tradición rescatada por el enólogo estadounidense Raymond Harvey Estage Noel mejor conocido como “Cayuqui”, que llegó a esta región hace más de cincuenta años, escuchó la historia de que en el cerro de San Miguel enclavado en el centro del valle antes mencionado, se practicaban ceremonias religiosas para agradar al dios Quetzalcóatl. Antes de la conquista, en el cerro hoy conocido como San Miquel se erigió, un adoratorio dedicado al dios mexica, se dice que venían visitantes de las regiones circundantes, para traerleun tributo al dios a través de las danzas y la música que más los representaban, “Cayuqui” investigó y determinó cómo serían esas ceremonias e impulsó la primera reunión de los pueblos circunvecinos hace más de cincuenta y un años, que trajeron sus danzas, su música, su vestimenta, su palabra y su respeto Se realizó en la escalera ancha, porque era el espacio más apropiado que se tenía en ese momento, los detalles de este acto están registrados en diferentes documentos, que se pueden consultar en la biblioteca municipal.

Antes de esa fiesta los atlixquenses teníamos una, que nuestros padres practicaban y lo hacían el 29 de septiembre, día de San Miguel Arcángel. Era un día importante en la vida social para los habitantes de esta ciudad. Las familias se reunían para hacer un gran día de campo en esa fecha o el domingo más cercano. Normalmente en la noche de la víspera los jóvenes se trasladaban al cerro con antorchas (algunos), para divertirse pasando la noche a la intemperie, era una aventura que consistía en hacer una fogata, comer algo cocinado o recalentado con ese fuego, llevar algún instrumento musical, común mente una guitarra, algunas maracas, mirar las estrellas, platicar, cantar, tomar algo, algunos más que algo. Lo más importante era escoger el mejor lugar para que al otro día llegara la familia con grandes canastas que contenían: casi siempre arroz, espagueti, huevos hervidos, rajas y muchas tortillas, frutas, junto con refrescos o agua de sabor, horchata, jamaica, limón, etcétera, los tíos y primos que tenían un lugar cercano se acercaban para degustar la especialidad de la tía, vecina por este día. Antes de comer el rito incluía la visita a la Ermita del Cerro. que está construida en la mera punta.

Todos decíamos “vamos a ver a San Miguelito”, pero debo admitirlo sin ningún rubor: esto era mentira. Lo que de verdad hacíamos todos, o casi todos, era ir a ver al diablo, una figura de madera que se encontraba unida a San Miguel con una cadena, que llevaba atada el diablo a uno de sus pies, había en su actitud y su mirada una mescla de sometimiento, odio y resentimiento, tenía una pata de chivo y otra de gallo, recuerdo que era en mucho la morbosidad de ver al diablo, lo que llevaba a mucha gente a la ermita.

La figura del diablo, fuera de todo pensamiento religioso, estaba hecha de madera, con una maestría que raya en la perfección: el cuerpo desnudo, con una especie de taparrabos que parecía de pelos, cubriéndole los genitales, trabajado y pulido con esmero, pintado de un rojo quemado intenso, casi café, sus extremidades se veían sin músculos, como de niño, en su vientre se dibujaban las costillas, como estaba encogido, se veía más pequeño, casi como un perro a un lado de San Miguel y producia una sensación más que de terror, un tanto de fragilidad, sometido y humillado por el Arcángel. Su rostro coronado con grandes cuernos de carnero, con colmillos amenazantes, sus ojos brillantes, rojos y violentos, que parecía seguirte con la mirada para donde tú te movieras, la piocha que alargaba su cara, contribuía a darle ese aire siniestro,

Lamentablemente la escultura del diablo desapareció. Se dicen muchas historias sobre el hecho: que un sacerdote se lo llevó y seguro lo vendió, que otro lo destruyó por las misas negras que se celebraban en torno a esta figura, que está enterrado en alguna parte, pero con certeza nada se sabe del paradero del diablo, que acompañaba a San Miguel. Lo poco que se sabe es de oídas, que muchas veces lo secuestraron para empeñarlo en pulquerías o cantinas conocidas en esta ciudad, que almas caritativas lo rescataron pagando el consabido rescate, que era la deuda que los bebedores dejaron en su paso por el antro en cuestión.

Las fiestas de los pueblos deberían priorizar que a los residentes les guste, les atraiga, les divierta, para que participen de manera activa y se hagan depositarios de esas tradiciones, de lo contrario lo más seguro es que poco a poco dejarán de participar, y se corre el riesgo del olvido, o de una deformación tal que los propios residentes ya no la reconozcan. Ni se reconozcan en ella (en la fiesta). Los estudiosos, casi siempre, exigen que se haga con los cánones con que nuestros antepasados lo practicaban. Estoy seguro de que, en algún momento de la práctica de esa manifestación cultural, se hiso tradición porque los ancestros se apropiaron de ella, imprimiéndole algunas características que le dieron sentido de pertenencia. Como lo hicieron los atlixquenses en el siglo pasado con la fiesta del cerro de San Miguel. Las fiestas de los pueblos son para que la vivan los pueblos, para que se reconozcan en ellas. “De lo contrario nos veríamos frente a la probabilidad de que nuestra tradición cultural se derrumbe. Esa tradición no se basa fundamentalmente en la transmisión de ciertos tipos de conocimiento, sino en la de ciertas clases de rasgos humanos”, que nos identifican.

La fiesta grande de Atlixco, el Huey Atlixcayotl, ha dejado de ser tal para los pobladores desde que se la apropiaron los políticos, iniciando con Luis Echeverría, hasta los actuales, que terminaron de arrebatar la fiesta de los atlixquenses. Al grado que como la palabra Huey, que significa viejo en náhuatl, les pareció lépera, naca, corriente, decidieron quitarla y hoy se llama simplemente Atlixcáyotl.

Es claro que el próximo 25 de septiembre, eso sí, como éxito de la mercadotecnia, miles de visitantes llegarán al cerro de San Miguel y habrá una derrama económica importante en los restaurantes de la ciudad, comprarán flores, plantas, llenarán el mercado, secuestrarán el zócalo, las calles, intransitables de por sí, se volverán una verdadera tortura para los visitantes y para los residentes que preferimos no salir de casa ese día, pocos, muy pocos atlixquenses subirán al cerro a disfrutar de las danzas, ya no está el diablo, ya no hay espacio para la familia y los amigos, la mayoría nos quedaremos en casa para evitar algún problema, sobre todo con los cuerpos de seguridad que ese día en especial trabajarán para complacer al gobernante en turno, pues el Atlixcayotl está hecho actualmente para complacer al gobernador, que tiene en este día una oportunidad de darse un “baño de pueblo”. Aunque realmente los ciudadanos de a pie pocos tendrán la oportunidad de ocupar una silla en el área de la plazuela, pues los pases son limitados para los turistas, los visitantes, se reparten en los hoteles, las agencias de viajes, los invitados especiales, en buena medida políticos que quieren ser vistos, “santo que no es visto no es venerado”. Seguro como despedida y necesitado de un escenario donde miles de personas lo puedan ver, el gobernador no faltará, llegará tarde, se hará esperar, es parte del plan de mercadotecnia para generar expectativa y hacer su entrada triunfal.

Los atixquenses sólo somos invitados de piedra. Total, la fiesta es para ellos.

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