Concluyó la 69 edición del Festival de Cannes, con la Palme d’Or para Yo, Daniel Blake, del británico Ken Loach, justo a una década de obtenerla por el drama histórico El viento que mueve la cebada. George Miller, presidente del jurado de la sección en competencia, no amplió los motivos de la decisión favorable a Yo, Daniel Blake, pero hizo un resumen en tres palabras: “hermosa, feroz, inteligente”. Otros premios del Festival a los films en competencia fueron para: Es tan sólo el fin del mundo (doblete: Grand Prix y Premio Ecuménico), de Xavier Dolan; American honey (Premio del Jurado), de Andrea Arnold; El vendedor (doblete: Guion y Actor), de Asghar Farhadi, y Ma’Rosa (Actriz), de Brillante Mendoza. El premio a Director fue compartido por Olivier Assayas (Personal shopper) y Cristian Mungiu (Graduación). Por su parte, la Fipresci (la federación de la prensa internacional) premió a Toni Erdmann, de Maren Ade, entre los films en competencia; a Perros, de Bogdan Mirica, de la sección Una cierta mirada, y a Raw, de Julia Ducournau, de entre lo visto en la Semana de la Crítica.
Volvamos ahora a Ken Loach; ¿quién es, en síntesis, este notable realizador? Sin duda, uno de los cineastas en activo más respetados del mundo, reconocido por el “foco” de sus películas: un realismo social de perenne interés en la situación y condiciones de las clases trabajadoras. Más allá del parejo nivel de su filmografía, los principales títulos referentes en ella pueden ser: Pobre vaca (1967), Kes (1969), Riff–Raff (1991), Tierra y libertad (1995), Mi nombre es Joe (1998), Dulces 16 (2002) y El viento que mueve la cebada (2006). Sobre el compromiso de su cine, su opinión es simple: “Una película no es un movimiento político, ni un partido o un artículo. Es sólo una película. Cuando mucho puede sumar su voz a la indignación de la gente”. Y acerca de él y su trabajo como cineasta, remata: “¿Por qué dicen que odio a mi país? ¿Qué significa eso? ¿Que debo odiar a mi pueblo, a todos los ingleses o a mi gobierno? Y si acaso odio a mi gobierno, ¿eso significa que odio a mi país? Es una responsabilidad democrática criticar al gobierno”. Ken Loach, nacido en Warwickshire, Inglaterra, está por cumplir 80 años.
Y paso ahora a lo que ofrece la cartelera. Lo que obligadamente debe verse es La bruja (The witch: a New–England folktale), ópera prima de Robert Eggers, que es distinta a casi todo lo que uno ha visto de eso que genéricamente se conoce como cine de horror. Ubicada en Nueva Inglaterra en el siglo XVII, tiene que ver con una familia cristiana –el padre, la madre y cinco hijos– forzada a abandonar su comunidad por diferencias con sus habitantes. Establecen su granja en despoblado y, desde el inicio, todo les va mal: en medio de crecientes evidencias de brujería, el bebé de la casa desaparece, la cosecha se hace estéril y –cada vez más– los miembros del clan se confrontan, acusándose de sus desgracias. En especial voltean a ver a Thomasin (la espléndida Anya Taylor–Joy), la hija mayor, a quien ciertas “evidencias” hacen principal sospechosa de nexos con el maligno o, acaso, de ser ella misma una bruja. Cierto: todos rezan (mucho); pero nada parece suficiente para detener la espiral de desintegración de la familia, ni las nuevas desgracias que la embisten. Mientras tanto, en el obscuro bosque vecino… suceden cosas. La bruja es tanto historia como atmósfera, tan intrigante como inquietante, brumosa pero visible, suficientemente ambigua sin ser confusa, para un debut notable del director de arte y vestuarista Robert Eggers, resultado –según sus propias palabras– de que “el buen horror está echando una mirada a lo que la humanidad tiene de obscuro”. Eso, y también la certidumbre de que cuando se narra, se hace no para distraer, sino justo para dejar expuestos todos los temas vinculados, para su reflexión. Es seguro: La bruja será uno de los estrenos estelares de este 2016. Que nadie se la pierda.