El ánimo lo da la compañía
–la compartición de rabias y fiestas–,
espejos donde nos vemos
iguales en la diferencia:
otros que somos nosotras
para aprender a querernos.
La confianza la otorga
el cántaro de la samaritana
que auxilia a migrantes y milicianos,
a víctimas de las violentas leyes
que nos someten al despojo;
la que con su vasija va al pozo más hondo
y extrae fresquita la gracia
amorosa compartida con el sediento,
con la muchacha caída
en la trata o en la acechanza,
con los desaparecidos
y los cientos de miles de ramitas
que quebró el pie de la noche que nos prende,
y los ejecutados de mísera manera
cuando escapaban del campo de dominación.
La mayor confianza galopa en la mutua mirada
de regocijo, cuando calzan los mismos zapatos
amantes, compañeros y aliados.
Como en juego de niños,
anticipamos con arenitas, cenizas,
polvo fértil y piedrecillas de colores,
las flores de una vida en común
–tan lejos y tan cerca como las estrellas.
Jugosos son los frutos de esta flor de tierra,
guijarros que lleva el río para levantar la casa
–fragmentos de amor que a su imán regresan–,
muérdelos, endúlzate, convida.