Miércoles, abril 24, 2024

Acabar con los pueblos: el Proyecto Integral Morelos en Tlaxcala

Octavio Rosas Landa R.

En Tlaxcala avanzan ilegalmente las obras de construcción del gasoducto que forma parte del Proyecto Integral Morelos (PIM), el cual pretende transportar 337 millones de pies cúbicos de gas por día a través de comunidades, tierras de cultivo, zonas de riesgo, de patrimonio histórico y arqueológico, con el pleno conocimiento para las autoridades y las empresas responsables, de que la población entera de decenas de comunidades –no sólo de personas u organizaciones–, en los estados de Tlaxcala, Puebla y Morelos, repudian su diseño, construcción, operación y finalidad.

En el fondo, los pueblos y organizaciones que rechazan el PIM saben que este proyecto es mucho más que una obra de infraestructura energética irracional en tiempos de cambio climático; que en el cálculo de sus supuestos beneficios las y los pobladores nunca fueron considerados, salvo como mano de obra barata para su instalación o como personificación del costo que implica la compra de tierras; que si se impone (como lo está siendo y por la fuerza), sus vidas serán lanzadas al limbo de una incertidumbre permanente sobre su seguridad y presencia en el mundo, porque los gobiernos federal, los de los tres estados y los de sus propios municipios han aceptado, a nombre de ellas y ellos (usurpando su voluntad, su derecho y su dignidad humana), que sus vidas son menos preciadas y trascendentes que los márgenes de ganancia de las españolas Elecnor y Enagás y la italiana Bonatti, empresas beneficiarias del proyecto.

El PIM expresa con toda nitidez lo que el Estado mexicano hace con el poder que concentra: desviarlo para beneficiar los intereses particulares de grupos económicos específicos, como los que representan los accionistas y directivos de Elecnor, Enagás y Bonatti, pero también los de una clase política en completo estado de descomposición, para la cual la economía local de las comunidades afectadas, la seguridad de su patrimonio individual y colectivo, su salud y sus modos de vida elegidos, así como la soberanía energética, territorial, ambiental y demográfica del país son sólo “resistencias anacrónicas al progreso globalizado”, carentes de fundamento histórico, cultural y material, a pesar de que en Tlaxcala, por ejemplo, se asientan comunidades de cultura milenaria, de extraordinaria importancia agrícola y ecológica y todo esto lo saben los pobladores de comunidades como San Damián Texoloc, San Vicente Xiloxochitla, San Jorge Tezoquipan y La Trinidad Tenexyecac, entre muchas otras.

El problema con este “desvío de poder” del Estado es que, en la concepción y ejecución de este tipo de proyectos (adecuadamente denominados de muerte por las comunidades) toda consideración sobre el libre ejercicio de la voluntad colectiva de los pueblos respecto a su modo de vivir es completa y sistemáticamente despreciada. Aquí comienza el exterminio de los pueblos. Porque en los planes de negocio de las empresas, adoptados por los gobiernos como política de Estado, las personas que integran las comunidades, sus territorios, su cultura, su economía local, sus relaciones y su historia desaparecen para ser sustituidos por las fantasías de producción y consumo crecientes en una espiral infinita que a la larga nunca ocurre.

Paradójicamente, este tipo de planes coordinados en diversas acciones que conducirán al aniquilamiento de los fundamentos de la vida de las comunidades y pueblos afectados por el PIM (al igual que ocurre en la Sierra Norte de Puebla con las hidroeléctricas y las mineras o en San Francisco Xochicuautla, Estado de México, con la carretera Toluca–Naucalpan y en cientos de casos más en todo el país), se presenta precisamente como su opuesto: como un proyecto de desarrollo que traerá prosperidad ilimitada, integración económica y la felicidad eterna. Sin embargo, en el México real, los negocios de empresas como las promoventes del gasoducto y el PIM incluyen el cálculo perverso de los pagos que tendrían que hacer los gobiernos locales en caso de que –como es de esperarse–, la ordeña de los ductos, la falta de mantenimiento y la negligencia generalizada frente al riesgo repitan en la región la dolorosa experiencia del homicidio industrial masivo de diciembre de 2010 en San Martín Texmelucan, Puebla.

En noviembre de 2014, el Tribunal Permanente de los Pueblos (heredero del Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra fundado por Bertrand Russell y Jean–Paul Sartre) sesionó en México y calificó la acción e inacción del Estado mexicano en materia del derecho al medio ambiente como conducente a una situación de catástrofe. El Estado mexicano, sentenció el jurado internacional: “actuó como fiador de la impunidad ambiental, debido a una política de doble discurso de defensa de los derechos humanos y dictado simultáneo de leyes que los vulneran, al punto que las instituciones ambientales se han convertido en meras procesadoras de trámites y autorizaciones de impacto ambiental a negocios privados” (Sentencia final, 15 de noviembre de 2014, disponible en www.tppmexico.org). Lo anterior derivó en la determinación de este tribunal ético de calificar los crímenes del Estado mexicano (y los de las empresas que éste cobija) contra sus propios pueblos como de lesa humanidad. Acusación nada superflua en un contexto de corrupción generalizada en el Estado mexicano que, al tiempo que permite por segunda ocasión la fuga de un criminal como Joaquín Guzmán Loera, se exhibe obsequioso con las anomalías, conflictos de interés y delitos flagrantes de los empresarios –a los que además se subsidia ilegalmente con dineros públicos mediante el acompañamiento de los despojos con cientos de granaderos y policías–, pero se muestran implacables en la persecución de los defensores ambientales del país, como claramente ocurre en Tlaxcala. La criminal apuesta por la desaparición de la vida comunitaria en Tlaxcala y México no tiene futuro. El futuro de México está en sus pueblos y sus luchas de resistencia.

 

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