Hace unas semanas estuve en Huichapan, pueblo “mágico” de Hidalgo colindante con Querétaro. Fui a pasar unos días atraído por unas pinturas rupestres que se encuentran en una pequeña cañada cerca de una presa denominada Boyé, mismas que eran anunciadas en diversas páginas de internet. La única vez que estuve frente a pintura rupestre fue en Chalcatzingo en Morelos, lugar donde existen a su vez numerosos petroglifos olmecas –del preclásico mesoamericano– de una belleza sorprendente, entre los que se cuenta “El Rey”. La experiencia fue sumamente interesante pues el acceso a las pinturas es algo complicado –hay que moverse entre rocas y pequeñas veredas–, pero una vez que se está frente a ellas, la experiencia resulta francamente reveladora. Pasa lo que comenta Alberto Morales Damián en la introducción al libro Estudios sobre representaciones rupestres en Hidalgo: “Cuando estamos frente a las imágenes nos situamos frente a la historia pero especialmente a la historia del pensamiento humano. A través de las imágenes ‘podemos leer –dice Burkhardt– las estructuras de pensamiento de una determinada época’ (…) Esto es porque comparte su mundo interior por medio de la imagen y la palabra. De esta manera, las imágenes que se grabaron o pintaron en las paredes rocosas son un testimonio muy valioso para conocer aspectos esenciales de las sociedades prehispánicas”. Los responsables de las pinturas, grupos ñhahñu –otomíes– según reporta Aline Lara Galicia en otro libro llamado Arqueología y Patrimonio en el Estado de Hidalgo (2010), representaron “formas humanas, animales, plantas y patrones geométricos”, todos ellos alrededor del cerro Hualtepec o Coatepec, lugar fundamental para los grupos de filiación nahua–ñhahñu. “El cerro Coatepec, –explicó Fernando López Aguilar, arqueólogo del INAH en el portal del Instituto–, es pieza central en la mitología mexica por ser escenario del embarazo de Coatlicue y el nacimiento de su hijo, el dios Huitzilopochtli. También del sacrificio de su hermana Coyolxauhqui y la batalla contra los Centzon Huitznáhua (“Los cuatrocientos sureños”), estrellas meridionales, hijos de Coatlicue”.
Como se ve, Huichapan es un espacio fundamental de la historia del llamado Valle del Mezquital y las pinturas que se encuentran en torno al municipio son algunas de las expresiones más significativas de la región. A mi vuelta a estas tierras poblanas, tuvimos en nuestra Facultad el Coloquio “Trayectos, Usos y Significaciones de la Imagen”, derivado del Grupo de Investigación Comunicación, Arte y Cultura al que pertenezco, en donde se presentó el Dr. Francisco Mendiola Galván, especialista en la llamada gráfica rupestre. Su participación, sumamente ilustrativa, nos hizo ver el panorama del estudio de este campo en nuestro país, sus aciertos y desaciertos, las problemáticas y enormes satisfacciones del trabajo. A reserva de que en otra entrega habré de profundizar en el particular, vale la pena decir que para Mendiola como menciona en un artículo publicado en el portal rupestreweb, “la Gráfica rupestre es una forma cultural que expresa contenidos de la conciencia social de representación ideológica y de conocimiento de la realidad, en relación con el ser social. (…) Es decir que refleja singularmente aspectos fenoménicos de la cultura como la lengua, tradiciones, los ritos mágico–religiosos, etcétera, en relación o en condición al modo de producción dominante”. Si seguimos este argumento, en la misma línea de Morales Damián, podemos concluir que esa cañada de Boyé fue un espacio interesante de convergencia ritual, religiosa, de cosmovisión y orden social también.
Más allá de que el pueblo hoy ostenta el certificado de “pueblo mágico”, y que gracias a ello ha incrementado su estructura turística, Huichapan y su expresión gráfica –lo mismo que sus calles, sus templos católicos, el énfasis en su historia independentista y sus más que estupendas carnitas– significan un espacio a considerar. Mendiola puso el acento durante su ponencia en el Coloquio sobre un punto fundamental que requiere sin duda reflexiones diversas: la emotividad relacionada con el encuentro con estas representaciones gráficas, su investigación posterior y su divulgación. Lo emotivo, tan negado por las tradiciones más positivistas de la antropología, de la arqueología o de la historia, hoy debe asumir su justo lugar en el trabajo con estas expresiones. El Valle del Mezquital es un lugar de innegable producción cultural, espacio fundante de cultos, civilizaciones y ritualidades que hoy nos llegan a través de vestigios de un pasado que cuesta trabajo reconstruir. En efecto, poca atención han recibido los ñhahñu, en comparación con la recibida por toltecas, mexicas y mayas. En el mismo libro Arqueología y Patrimonio en el Estado de Hidalgo, el arqueólogo Fernando López Aguilar comenta que, “el otomí y el Valle del Mezquital realmente fueron marginales para la mirada del historiador, del arqueólogo o del etnógrafo que siempre los vieron ajenos a los procesos sustantivos” de las civilizaciones que precedieron a la Conquista y la historia posterior. La gráfica rupestre en Huichapan es una muestra de la enorme gama de posibilidades que la expresión prehispánica logró en el tiempo y el espacio y que no sólo se queda en ciudades y templos; por el contrario, se extendió a otros entornos en una clara relación de las culturas con sus entornos naturales.