Había una vez un mundo sin pantalla chica. ¿Quieres decir sin tele y sin computadora? Claro, cuando la realidad virtual era un cuento de ciencia ficción, y los clones, otro. Eran tiempos en que la gente leía. ¿Leía, qué cosa? Un libro, la gente leía novelas y escuchaba radio recreando la imagen de los personajes, nada de pantalla chica. Y luego, miraba hacia fuera e inventaba. ¿Qué cosas? Historias de la gente que pasaba bajo la ventana. O sea ¿chismes? No, la gente inventaba historias de la gente, que luego eran contadas a los niños. Una suerte de literatura doméstica, ese señor que ves en la calle con barbas blancas, es el hechicero Marcos, y una noche cuando todos dormían y estaba muy oscuro, pero muy oscuro… ¡Oh…! No te creo. Y era así, quienes pasaban por la calle tenían prisa por llegar a sus casas y ocupar un lugar tras las ventanas, convertirse de inventados en inventores, y los inventores se calzaban sus abrigos y salían a pasear bajo las ventanas, felices de ser inventados.
Tú podías ser personaje, Romeo o Julieta, y vivir sus historias; y tú podías ser el autor, rehaciendo la trama, pues, en verdad, nunca te había satisfecho que Romeo y Julieta al final murieran.
Un libro se leía amorosamente y luego se le daba un lugar en la biblioteca, que era certificar su condición de vivo: siempre se volverá a él, habrá algo nuevo que descubrir en sus páginas, aquí quedas, esta es tu casa, amigo libro. ¿Y qué más? Figúrate, la gente permanecía callada por largos ratos, preguntándose, como Gauguin en uno de sus cuadros: ¿de dónde venimos, a dónde vamos, qué somos?
Sabiendo que no hay respuestas, era una delicia perder el tiempo. Y el resto se lo dejamos a los filósofos como sir Bertrand Russell.