Jueves, abril 25, 2024

La buena letra

México, D. F., 29 de junio de 1986. Convencido de que músculo y cerebro, sensorialidad y espíritu, ganan más cuando se armonizan que cuando luchan entre sí, Jorge Francisco Valdano trotaba a buen ritmo por aquel sendero boscoso como el atleta retirado (relativamente) que era. Repentinamente, una súbita revelación lo turbó, y según refiere, tuvo que apoyarse en el tronco más cercano para mantener el equilibrio. Él no galopaba camino de Damasco, como Saulo de Tarso, simplemente cumplía con su cotidiana rutina de ejercicio en las inmediaciones de su casa madrileña. Y el rayo que casi lo derriba no procedía del éter, fue un repentino fulgor mental: el viejo futbolista acababa de caer en la cuenta de la enormidad que significa marcar gol en una final de Copa del Mundo. Lo que él mismo hizo, celebró y disfrutó hacía un buen puñado de años golpeaba de pronto su yo más profundo con la fuerza de un meteoro. Supo, de pronto, que, en realidad, nunca había asumido en toda su hondura lo que significó aquel gol del minuto 57 en el ArgentinaAlemania de México 86. Por primera vez lo podía ver desde fuera, y al mismo tiempo recrearlo física y mentalmente, como en cámara lenta. Habían pasado 20 años sabiéndose campeón del mundo, y se daba cuenta de que nunca llegó a vivirlo completamente. Más había tenido de nebuloso ensueño que de realidad plena y consciente.

Allí, reclinado sobre un áspero tronco, como en trance, vivía por fin aquella jugada que la urgencia del momento le había impedido conocer y reconocer íntimamente bajo el sol de fuego de un mediodía mexicano y del peso obsesivo del gol que se perdió bajo la portería de Bélgica cuatro días atrás, la tarde en que Maradona le abrió a Argentina las puertas de la final con un par de tantos inolvidables, apenas un piquito por debajo de su histórico segundo gol a Inglaterra el día de la mano de Dios. Todo eso sentía otra vez, mientras galopaba a toda zancada dejando muy atrás al lateral derecho HansPeter Briegel, traicionado sin remisión por la gula con que acostumbraba invadir territorio enemigo. Allá iba Valdano, en el minuto 57 de aquella final, aproximándose solo al área de Schumacher, que iniciaba ya su salida. Esta vez no puedo fallar, repetía en su interior más un latido que unas palabras. No, por ningún motivo podía ni debía fallar, ahora que la proximidad agrandaba la figura imponente del portero teutón, con su suéter amarillo y su ferocidad reconocida. Sólo entonces, en un relámpago de lucidez, encontró la resolución final de la jugada: sencilla, magistral, de una racionalidad casi poética: simplemente acomodó el cuerpo para pegarle con el interior de su bota derecha y colocó el balón lejos de Schumacher y cerca del palo contrario, una comba suave y contundente. Era el 2–0 para Argentina, tras el gol abridor de su central Brown, que había aprovechado una falsa salida del arquero para anotar de cabeza (22’).

La verdad es que Carlos Salvador Bilardo tenía un  cuadro mucho mejor armado a esas alturas que el de Franz Beckenbauer, cuya hoja de servicios presentaba las huellas de una dura supervivencia: apurado empate inicial con los uruguayos, victoria mínima sobre la Escocia de Alex Ferguson, derrota en toda regla ante Dinamarca, sufrido triunfo en octavos a expensas de Marruecos –de tiro libre acertado por Matthäus más allá del minuto 90–, eliminación del seleccionado local en el desempate por penales y, en la semifinal, victoria muy afortunada sobre una Francia vendida por su portero y especialmente errática a la ofensiva. Total, ni un solo triunfo convincente.

Pero en materia de sobrevivir, los alemanes son maestros de maestros. Y cuando Argentina paseaba ya el balón, olfateando el aroma y el brillo de la Copa, en el abrir y cerrar de ojos de dos tiros de esquina que ni siquiera figuraban en el guion del partido, Karl–Heinz Rummenigge primero (74’) y enseguida, en dos tiempos, Ruddi Völler (81’), esfumaban la ventaja albiceleste y devolvían la disputa a sus orígenes. No contaban con que un destello genial de Maradona –el único de una mañana en que el marcaje de relevos urdido por los teutones parecía haber enjaulado a la fiera–, iba a permitirle a Burruchaga largarse solo en pos de Schumacher y de la gloria, que cobró forma de balón y entró en la portería alemana al lado del palo derecho, desguarnecido por la lenta reacción del guardameta (84’). Sin tiempo para más, la orgullosa Alemania acababa de ceder el protagonismo al nuevo campeón, y los héroes argentinos no tardarían en recoger la Copa y pasearla en triunfo en el recorrido tradicional a ras de césped y en torno a la tribuna.

Maradona, exagerando siempre sus sensaciones, extrañado quizás porque el Azteca no mostrara un fervor comparable al de su Bombonera boquense, no se mordería la lengua para afirmar que “los mexicanos querían que ganara Alemania”. Más mesurado y cerebral, Valdano, el filósofo que andando el tiempo iba a cobrar justa fama por su claridad argumentativa, impecable dialéctica y magnífica pluma, se limitaría a ironizar sobre el significado que tuvo para él soñar durante 30 años con un gol propio en una final de la Copa del Mundo. Y como la inteligencia se desliza a sus anchas en el terreno de la paradoja, en la pugna del sueño con la realidad no ha dudado en  inclinarse por aquél, cultivado cuidadosamente durante los primeros treinta años de su vida, sobre lo realmente ocurrido con su juego de espejos doble, primero en el Azteca y tiempo después en Madrid: mejor, mucho más íntima y propia la fuerza de la ilusión que la del huidizo recuerdo.

Que Diego Armando Maradona fue uno de los mayores genios que ha dado el futbol mundial es algo irrefutable. También lo es que Jorge Alberto Francisco Valdano Castellanos ha sido el futbolista que mejor armonizó pensamiento y acción, vigor y reflexión, el rigor de lo racional con la sensibilidad y la buena letra.

ARGENTINA 3 (Brown 22’, Valdano 57’, Burruchaga 84’)

ALEMANIA 2 (Rummenigge 74’, Voëller 81’)

ARGENTINA: Pumpido; Cucciuffo, Brown, Ruggeri, Olarticoechea; Giusti, Batista, Enrique, Burruchaga (Trobbiani, 89’); Maradona, Valdano. DT: Carlos Salvador Bilardo.

ALEMANIA: Schumacher; Brehme, Jakobs, Karl–Heinz Foester, Briegel; Matthäus, Berthold, Eder, Magath (Hoennes, 61’); Allofts (Voëller, 45’), Rummenigge. DT: Franz Beckenbauer.

Árbitro: Romualdo Arppi (Brasil)

Estadio: Azteca        Asistencia: 105 mil

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