Jueves, abril 25, 2024

Querido Isaac

Destacamos

Anonadado. Así me sentí, golpeado por la noticia de tu muerte leída nada más abrir La Jornada de Oriente del jueves; y así deambulé por la casa, tropezando casi a ciegas con una cotidianidad envenenada, incluso perdiendo unos minutos que nunca sabré dónde quedaron. Tuve que obligarme a recomponer mi rutina para no llegar tarde al trabajo. Aun así, me movía como un sonámbulo, ciego por fuera y roto por dentro. Sin poderme explicar nada. Aceptando sin aceptar lo irremediable.

Dolor. Mucho dolor experimenté, experimentaba. Huidizo, busqué en las tareas del día una normalidad imposible. Huyendo de la terrible posibilidad de, en cualquier momento, quedarme a solas conmigo mismo. Y desde luego no lo conseguí, no lo conseguía. Tu sombra, la de tu ser que ya no estaba, me perseguía persistente y alargada. Y no me abandonaba. No me abandona.

Más dolor al escuchar al teléfono la voz apagada de tu hijo Gabriel, no quiero ni imaginar qué tan hundido en el pozo más oscuro, él, que según supe luego fue quien encontró tu cuerpo sin vida. Nos unían la pena, la zozobra, la ruptura. Sobraban las palabras.

Paralizado, impotente, incompetente. Así me sentí, sentado e inmóvil delante de este teclado. Aturdido por la filtración por los medios de noticias nefandas, horrendas, acerca de tu triste fin. Indignado, asqueado, noqueado. Preguntándome por qué. Muchos porqués. Ninguna respuesta.

Y tuve que declararme vencido, buscar otras cosas y otros temas en mi cerebro, a mi alrededor, otras obligaciones menos duras que escribir este Semanálisis huérfano ya de tu generosa lectura, de alguna llamada para comentar esto o aquello. Dentro del hermetismo y la discreción que siempre te caracterizaron. Y que sin embargo nunca estorbaron el calor de tu amistad, el que Lourdes y yo pudiéramos lograr que, con toda tu reserva, llegaras a sentir esta casa como tuya, durante esas visitas a comer que tanto nos costaba concretar. Una buena costumbre que ya no será, suspendida para siempre en el aire y las palabras de nuestra visita reciente a tu exposición fotográfica dedicada al cine nacional, otra de tus pasiones de toda la vida. Allí, en la salita del segundo piso del Archivo Histórico de la BUAP donde nos vimos hace poco, mientras estirábamos al máximo el hilo de la plática –con toda la prisa que llevaba–, como si rehuyéramos la despedida. Como si estuviéramos ante nuestra última oportunidad. La última charla. La última vez… Y lo fue, desgraciadamente.

Para recuperarme y recuperar la lucidez y derrotar al paralizante dolor tuve que hablar de ti con Lourdes –a quien tanto querías, y que tanto te quiso y te quiere. Y borrar, a fuerza de imágenes gratas y recuerdos indelebles, la turbiedad de tu muerte inesperada y aborrecible. Así, regresando poco a poco hasta esa conversación postrera, reviviendo tu voz pausada, la media sonrisa un poco ladeada que se dibujaba a menudo en tu modo de hablar mientras nos contabas de tu nietecita de Viena, tan idéntica a su abuelo en la pasión por los chocolates, relajado y gozoso, diríase que en familia… y eso que nadie puede decir que nos frecuentábamos. Tal vez porque la amistad es algo más inmaterial y profundo que una mera cercanía. Un misterio, como el clic que conecta o niega empatías. Como todo lo que vale la pena vivir y recordar.

Nos conocimos en alguna cabina de radio. Por ahí de mediados de los ochenta. Y algo hicimos juntos, no mucho, en comunión siempre con el futbol. Tú eras la precisión, la estadística, el dato exacto. Yo contribuía con lo mío lo mejor que podía. Pocas palabras, tu reserva de siempre. Pero creo que ya empezaba entre ambos, sin estridencias, un entrañable y cordial y duradero afecto. De ésos que no se interrumpen con la muerte.

Cuando La Jornada de Oriente se dibujaba en el horizonte, Aurelio Fernández nos reunió en solicitud de colaboraciones. Buen ojo de Aurelio. Y alguna duda en su semblante al pedirnos compartir página. Pero no hubo objeciones ni problemas. Cada cual confiábamos en nuestro estilo y la calidad de nuestras aportaciones. Al cabo del tiempo, otras obligaciones te hicieron abandonar esta nave en la que a nosotros nos ha tocado continuar remando. Pero ambos, como recordaba la de Oriente esta semana, fuimos aquí fundadores.

La amistad siguió, intermitente pero sin fisuras. Coincidíamos en los conciertos de tu hijo Jaime, y seguramente en alguno de ellos se fraguó tu primera visita a esta casa que es también tuya. Te resistías con toda clase de advertencias acerca de tu dieta –frugívora, palabra que pronunciada por ti aprendí ese mismo día–, pero Lourdes no se amilanó y al fin cediste. Quiero recordar que en una de aquellas ocasiones nos habrás hablado de editar un libro, y que se nos ocurrió que un sobrino nuestro –Nicolás Arrioja– podría auxiliarte con la edición, pese a su escasa experiencia. Y aunque fuese a trancas y barrancas el libro salió. El primero tuyo, al que titulaste Historia Estadística del Futbol Profesional de México. Primera División: 1943–1992. En la contratapa, llevaba escrito algo mío, tal como gentilmente me solicitaste. Decía allí que tú eras “lo más opuesto posible a un cronista de deportes convencional”; que los materiales que manejabas “estuvieron siempre al alcance de cualquiera”, pero que “se requería una capacidad integradora de primer orden para organizarlos en el volumen de perfecta coherencia, singularmente interesante y extraordinariamente completo” que estabas entregando a los incontables adeptos al futbol, llenando un vacío patente “en el conocimiento sistemático de la historia de la Primera División profesional” mediante ese inédito acopio estadístico, “útil lo mismo para solaz del aficionado anónimo que para la consulta profesional del especialista”.  Y sin ningún apoyo por parte de nadie, aunque la Federación Mexicana de Futbol y la mayor parte de los equipos “profesionales” –los mismos que habían prestado oídos sordos a tus peticiones de permitirte investigar en sus archivos– se hayan apresurado después a aprovechar el fruto suculento y maduro de ese trabajo tuyo de años, hurgando en las hemerotecas y poniendo metódicamente al día –en tus famosos cuadernos de El Tintero o La Tarjeta– cuanto dato relevante arrojaban los resultados de nuestro futbol cada fin de semana. Que no eran necesariamente los de las acostumbradas tablas y la numeralia convencional que la prensa publica los lunes.

A partir de entonces, la visibilidad del amigo se expande y cobra un prestigio diferente. Han aparecido las primeras huellas impresas de tu incomparable trabajo de estadístico, el nombre de Isaac Wolfson pasaba a ser del dominio público nacional, no sólo poblano, y tu tarea forma ya parte de los anales de nuestro futbol, tan huérfano de información fidedigna hasta entonces. En 1997 verá la luz Medio siglo de futbol profesional en Puebla, con una primera parte –la de los orígenes– escrita por Pedro Ángel Palou Pérez, y una segunda –la más extensa– a tu cargo. Todavía recuerdo, la tarde que presentamos el libro, la multitud que se avalanzó sobre la antigua Penitenciaría del Estado, convertida ya en archivo de la ciudad, hasta cubrir por completo sus patios y jardines. Ya el Puebla no era lo que había sido, purgando como estaba la larga y penosa penitencia que se ha prolongado hasta nuestros días. Todas las clases sociales se hicieron presentes, momentáneamente abolidas por tu poder de convocatoria; y confundidos entre la gente, muchos futbolistas que habían portado alguna vez la franja. Esa tarde, terminé la presentación de tu libro aludiendo críticamente la puntada de aquel “propietario” que cambio el azul de siempre por un horrible naranja en el uniforme del Puebla. Me copio: “Dije franja azul, desde luego, porque la portada del libro no miente, y porque, como dice Wolfson, estamos en un paréntesis y esa franja –que es la auténtica– más pronto que tarde volverá, si algún respeto conservamos por las señas de identidad de algo ya tan nuestro como los Portales, El Parián o los chiles en nogada. Tan nuestro como el grupo de jugadores y exjugadores del Puebla que hoy nos honran con su compañía…” Y ya viste, el azul volvió al uniforme, aunque el esplendor del buen futbol haya continuado ausente, salvo por el insólito lapso de los Chelís Boys, ya también convenientemente aplastado por la mediocridad galopante.

Tu producción, sin prisa, al ritmo de un pausado bien hacer, tan en sincronía con esa habla tuya, cadenciosa y de tono bajo, habría de ofrecernos con el transcurso de los años una versión aumentada de la Historia Estadística –abarca de 1943 a 1996– y, hace no tanto Los porteros del futbol mexicano. 67 años de historia de la Primera División: 1943–2010. Como en todos los casos anteriores me vi honrado con tu invitación a presentar por primera vez esta obra, auténtica joya, un dechado de originalidad y rigor, como tuya que era y es. Y hace unos cuantos meses, un suspiro apenas, me citaste en el Archivo Histórico donde estuvo tu última oficina –la que se quedó esperándote en vano el día 17 de este aciago septiembre– para hacerme obsequio del precioso volumen dedicado a la I Exposición Fotográfica de la Época de Oro del Cine Mexicano –tu mero mole, con Miroslava, Esther Fernández y Joaquín Pardavé en primerísimo lugar–; fotos que integraban un archivo de miles de ellas, sin registro ni datos que las acompañaran, y que personalmente te encargaste de identificar de memoria y seleccionar con tu acostumbrada precisión y paciencia.  Las mismas cuyo fruto más reciente es una segunda muestra, actualmente expuesta en la misma sala, esta vez con el tema de las parejas del cine nacional entre los años 30 y 50 del siglo pasado. Que o mucho me equivoco o fue, en tantos sentidos, el siglo nuestro.

No se me olvida que hace un par de sexenios, cuando estabas al frente del hoy preterido y arrumbado Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología, que en pocos meses impregnaste de tu devoción por el trabajo silencioso, creativo y tenaz; no olvido, decía, que te empeñaste y me brindaste todas las facilidades para que pudiera presentar allí Desarrollo Sustentable y Calidad de Vida, un librito mío editado por la Universidad Iberoamericana. Lo armamos a conciencia y fue todo un éxito. Menos aún se me va a olvidar tu orgullo de padre –expresado con pocas palabras a cambio de una inocultable emoción íntima, nítida y latente– ante los logros de Jaime y Gabriel, pianista uno, literato el otro, hijos ejemplares que ahora estarán sufriendo lo indecible, pero que a la larga van a ser como una prolongación tuya –ya lo eran, ya lo son–, y un símbolo vivo de lo mucho que aportaste a la cultura de tu ciudad y tu país, desde la modestia del talento y el humanismo verdaderos.

Aquí se me terminan las palabras y me ahogan los recuerdos. Así que mejor dejarlo, con mi abrazo y mi amistad y mi admiración de siempre.

 

Horacio

 

No es verdad. El viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban. E incluso éstos pueden prolongarse en memorias, en recuerdos, en relatos. Hay que volver a los pasos dados para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre, el viajero vuelve al camino. 

José Saramago

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