Jueves, abril 18, 2024

Blanca Nieves, en Andalucía y por soleares

En la semana transcurrida estrenaron en Puebla dos cintas españolas: El cuerpo, de Oriol Paulo, y Blancanieves, de Pablo Berger. De la primera baste decir que no es desdeñable; de la segunda, que es una joya que no hay que perderse. Blancanieves es esa película, silente en cuanto a diálogos, que hace unos meses sorprendió a todos al recoger 10 de los 18 Goyas a los que aspiraba; entre ellos, claro, el de mejor película. A la fecha ha sido señalada para más de 60 nominaciones, de las que ganó más de la mitad. Su fotografía luce en blanco y negro y, sí, es una adaptación del cuento de los Grimm a la Sevilla de los años 20. En ella, Carmen (Sofia Oria, cuando niña; Macarena García, cuando muchacha) pierde a su madre y a su padre prácticamente el mismo día: ella muere durante el parto, y él –el gran torero Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho)– sufre una cornada que lo deja cuadraplégico. A la muerte de su abuela (Angela Molina), que la criaba, Carmen es enviada a la mansión en que, recluido, vive su resentido padre, de quien abusa y además maltrata Encarna (Maribel Verdú), su ex enfermera y nueva esposa. Como al paso del tiempo Antonio acepta a su hija y se encariña con ella, Encarna la manda matar, pero una troupé de enanitos toreros salvan la vida de quien es ya una muchacha. Como ha perdido la memoria, la llaman Blancanieves, sin siquiera imaginar que por las venas de la chica bulle el arte taurino, con temple y oficio que irán maravillando de plaza en plaza. Pero la malvada Encarna no es de las que se da por vencida…

Para ilustrar esto, Blancanieves sólo utiliza visualidad y música, presentándose a la usanza del cine mudo clásico, incluso en cuanto a formato. Pero el que un film sea silente no basta para hacerlo memorable; se necesita de pasión y maestría especiales para elegir y ejercer los recursos utilizables, a sabiendas de que palabras sólo habrá a cuentagotas, en unos cuantos carteles insertos. Así, la fotografía de Kiko de la Rica y la partitura de Alfonso de Vilallonga resplandecen, haciendo de Blancanieves una experiencia genuinamente conmovedora, plena de emociones, que merece verse más de una vez. Y es que todo parece encajar al dedillo: el palmeo andaluz que lleva a la historia hacia adelante; los luminosos rostros de las Carmen de diferentes edades; el blanco y negro, dando resonancia y hondura a las imágenes; el sentimiento trágico imperante, aunque la fuente sea un cuento infantil; y hasta el final ideado por Berger, distinto pero más acorde al tono de su película. Además, entre muchos momentos especiales, uno que lo es más aún: mientras en el cielo andaluz estalla –admirados por todos– la belleza de los fuegos artificiales de una verbena, uno de los enanos (Rafita, el más joven) posa en cambio su mirada en el rostro de Blancanieves, que está a su lado. Porque la hermosura está más en tierra que en el cielo, cuando estás enamorado.

Blancanieves, en suma, es todo un evento que no hay que perderse. Los más sensibles van a disfrutarla en automático y a flor de piel; esos más rudos también, quizá con cautela y sin demostrarlo tanto. Como sea, nada de lo que está en pantalla resulta anodino, o superfluo, o fuera de tono, en una adaptación que igual peca de “libre” en exceso, pero ni quien se queje. Ahí están, en todo caso, la abusiva madrastra sin escrúpulos; por supuesto la manzana envenenada y, también, el príncipe de cuento, desdoblando aquí de uno de los enanos, porque a quién le importan unos decímetros de menos. Todo entre sevillanas y tradiciones, para ilustrar –más allá del atesorado relato infantil– una historia de amores vigentes: el de Villalta por su mujer fallecida; el de Carmencita por su padre ausente; el de Rafita por Blancanieves; el del cine de hoy por el silente cine de antaño. Así pues, la Blancanieves de Pablo Berger es una acabada gema, que deja un sentimiento de nostalgia por sabrá dios qué tiempos idos…

 

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