Bajo el capitalismo, los recursos naturales, como todo lo que se produce, tienen un propósito último: servir a la ganancia del capital. Satisfacer las necesidades de la población, y hasta eso sólo aquella que tiene capacidad de compra, es apenas el medio necesario para alcanzar el fin de todo capitalista: maximizar su ganancia, pues para eso invierte en la compra de medios de producción y de fuerza de trabajo, que por cierto la única mercancía que aplicada al proceso de producción, además de reproducir su propio valor produce un plusvalor del que se apropia el capitalista, que es dueño de la fuerza de trabajo en el tiempo que dura la jornada laboral; en cambio, los bienes de capital, los instrumentos y objetos de trabajo empleados para explotar a los trabajadores, únicamente transmiten su valor, no pueden crear más valor del que tienen cristalizado, producir más valor es privilegio exclusivo de la fuerza de trabajo, que es vendida por los trabajadores a los patrones, que, así, se adueñan legalmente de todo lo producido por los trabajadores.
En este marco, donde la ganancia es el fin último de la producción, no importa lo que se destruya, no importan ni la naturaleza ni la humanidad del trabajador que sufre doble enajenación: la de su fuerza de trabajo y la de los productos que con ella se producen. El capital y el beneficio, lo son todo y a ellos se sacrifican la naturaleza y el hombre.
En cambio, una visión distinta que reconoce los derechos de la naturaleza a no ser destruida y de los trabajadores a no ser explotados y a ser dueños del producto de su trabajo, reconoce la producción no como un proceso de explotación destructivo y enajenante, sino como una actividad liberadora encaminada a producir lo necesario para una vida digna, sustentada en la relación armoniosa de la sociedad con la naturaleza. En esa relación, el trabajo se emancipa y la naturaleza reafirma su derecho a existir.
Estas dos visiones, la capitalista–mercantilista y la que reconoce el derecho a la vida sin explotación y sin destrucción de la naturaleza, están presentes hoy en la disputa en México por el destino del petróleo. El caso es que para los neoliberales, el petróleo debe ser utilizado pensando en la ganancia, no hacerlo así les resulta ilógico, casi una locura. Para ellos, en efecto, el capital requiere modernizar a la empresa que, de acuerdo con la Constitución, es además de propiedad de la Nación la única que puede manejar este recuso estratégico para el desarrollo.
¿Cómo entender, en la lógica del capital y la ganancia, que este recurso natural, que alcanza elevados precios en el mercado, no esté al servicio del sector privado cuya actividad sólo existe para permitir a unos cuantos acumular riquezas infinitas a cambio de generalizar la pobreza de millones? En cambio, muchos mexicanos saben que el petróleo, recurso finito, puede y debe contribuir a mejorar las condiciones de vida de los mexicanos y para eso Pemex debe seguir siendo una empresa propiedad de la nación y la renta petrolera ser utilizada para lograr el buen vivir. Esta lucha es, en efecto, uno de los mejores combates por el futuro de México como nación viable y soberana.