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Viernes, 26 de agosto de 2011
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 ENTREPANES 

Ese momento…

 
ALEJANDRA FONSECA

Lo miraba... veía su boca en forma de corazón amplio y bien formado. No escuchaba nada de lo que decía. Concentrada en el movimiento de sus labios carnosos, buscaba, como tigre al acecho de su presa, un descuido.

El hombre hablaba y hablaba. Jugaba una cuchara entre los dedos de la mano derecha. La miraba sin fijeza, y volteaba el rostro hacia el aire que circundaba el espacio.

Ella estaba quieta. Vigilaba cualquier paso que él pudiera dar en falso. Parecía que dejaba de respirar para no enturbiar el aire con su aroma. Con su perfume. Con su aliento.

El tiempo pasaba como si nadie estuviera a la espera de algo más que lo visto. Ninguna intención se vislumbraba. Baladas románticas ambientaban el lugar. Pero ella las escuchaba lejanas. Tardías. Obtusas. No se podía permitir error alguno.

Los meseros del restaurante no dejaban de mirarlos hipnotizados. Los más jóvenes sonreían y se inquietaban. Rondaban la mesa ofreciendo llenar sus copas de vino o de agua. Los maduros, con pasos más lentos, casi quietos, calculados, los veían de reojo, sin querer fijar la vista, pero algo tenía esa pareja que parecía un imán para sus pupilas.

El restaurante tenía poca afluencia pero parecía lleno. El aire se espesaba en la medida que el tiempo pasaba. 

En un descuido, sin arrebato pero en un movimiento preciso, lo jaló de la corbata y sin titubear, lo acercó para unir sus labios a los de él. Le bien plantó un beso prolongado, al que él respondió dócil y apasionado, y después, ella le susurró al oído acariciándole el cabello: “me gustas”.

La música tocó notas congeladas. Los meseros quedaron paralizados. Nadie osó perturbar ese momento. Nunca vieron venir las intenciones de la mujer. Se veía relajada, atenta, amable, quieta. Tierna. El beso robado de esa forma, fue una sorpresa.

Sus miradas quedaron penetradas la una por la otra. Los ojos del hombre chispeaban. Ella lo miraba fijo como mira la serpiente a su presa encantada. Dominaba la afrenta. Del deseo. De la entrega agresiva. Con elegancia y suavidad de la pasión contenida.

Acariciaban sus manos. Entrelazaron sus dedos. Los meseros se acercaban alborozados como en caravana, pero ellos sólo escuchaban los latidos que ahí se jugaban el honor. No hubo respuesta más que el bufar de sus respiros.

Se liaron. 

 
 
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