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Jueves, 25 de febrero de 2010
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 MÍNIMA MORALIA  

El circo

 
JUAN CARLOS CANALES

A Federico Serrano; a Faustino Sánchez.

A Pablo, otra vez, siempre

¿Curará el cáncer el espectáculo del circo?

R. Gómez de la Serna

Al circo no entra nadie mayor de edad: al cruzar la taquilla y tomar asiento, dan marcha atrás los relojes de los viejos, el de los niños y las niñas se convierte en emoción dichosa, y todos terminamos haciendo malabares con dagas, antorchas y algodones de azúcar                                                                                                                                       F. Hernández

 

 

Al escribir estas líneas, pienso sobre todo en el circo clásico, no en el circo contemporáneo, definido éste, por la complejidad narrativa, la intertextualidad, el simultaneismo, y también por la capacidad para indagar en la interioridad del hombre y sus conflictos; características que no sólo marcan diferencias cuantitativas, sino fundamentalmente, cualitativas entre el circo clásico y el contemporáneo. A diferencia de Karen Bernal, en su artículo El circo y lo contemporáneo, no creo que las transformaciones sufridas por el circo contemporáneo puedan ser explicadas, a cabalidad, sólo como consecuencia de un proceso. Más bien, me parece, que las lógicas de uno y otro, respectivamente, obedecen a registros de significación distintos, radicalmente distintos, y que tienen que ver con la particularidad de la concepción del cuerpo–signo, las modalidades de su representación a partir del orden retórico y los puentes que hay entre ese signo y otros saberes. Sí, la diferencia estriba, principalmente, en el orden de los elementos del binomio mencionado. Mientras que en el circo clásico, el cuerpo sólo se convierte en signo en la medida de ser un cuerpo, en el circo contemporáneo, el cuerpo se convierte en un cuerpo en la medida de ser un signo. Se trata de algo más que de un puro juego retórico y apela al orden de la representación de ese signo en cada uno de los casos; apela, al orden cultural –simbólico e imaginario– que atraviesa de modo singular a uno y otro. En el caso del circo contemporáneo, ese orden es el de la metáfora; en el circo clásico, de la sinécdoque.

En el primero, su espectacularidad se concentra en la representación–re–presentación; en el segundo, en el despliegue–des–pliegue.

Por otra parte, si Sausurre tenía razón al encontrar como una más de las características del signo lingüístico la dimensión material e inmaterial, podemos aventurarnos a decir que el circo clásico apuesta con mayor fuerza a la materialidad del significante y, el contemporáneo, a la inmaterialidad del significado.

El circo, junto a la ritualización de la muerte, es, sin duda, una de las manifestaciones culturales que mejor guarda las huellas del tránsito de la naturaleza a la cultura por el cual el hombre se hizo hombre. Y es que el circo tiene, como esencia, la conversión del cuerpo biológico en una estructura simbólica, definida, por la contigüidad entre ese cuerpo biológico, o zoologizado, al que aludí y el cuerpo humano convertido en signo. Contigüidad, también, entre naturaleza y cultura, entre el mundo animal y humano.

En el circo, por demás, el signo cuerpo sólo remite a sí mismo y a sus posibilidades de aprovechar, manipular –vuelvo a repetir, porque la palabra es la más importante que subyace al espectáculo– seducir, las fuerzas de la naturaleza para destacarse, o configurarse , como una realidad distinta, pero, insisto, no contrapuesta a ellas.

Sin duda, el origen del circo, o mejor dicho, del fenómeno circense, debió tener como base la caza, la domesticación de  animales, la recolección, y los ritos ligados en torno a esas actividades, pero poco a poco, se habrá ido separando de toda función económica, y aun, de la ritual, para ganar una significación específica respecto a cualquier otra actividad humana: el juego, por el cual el hombre no trasciende la mundaneidad del mundo, ni tiende puentes entre dos universos, como es propio del orden sagrado, pero sí la trastoca, la transfigura para arrebatar a la realidad su peso.

De este modo, los utensilios de trabajo se transforman en objetos lúdicos; igualmente, los animales abandonan esa condición y son elevados a compañeros del hombre en sus comparsas.

No hay, en el circo, una dimensión propiamente sagrada; en él no hay un orden distinto a la naturaleza. Por el contrario, se utiliza ésta para desplegar lo que es inmanente al hombre, pero insólito. Es lo humano como cosa en el mundo lo que se levanta de su propia condición. Incluso, no es la muerte –esa otredad absoluta e indecible de la tauromaquia–, su interlocutor, sino el vacío; vacío inherente al hombre y que puede ser colmado, aunque sea momentánea, fugazmente, por la figuración de los cuerpos que atraviesan, como algunas estrellas, el cielo de la carpa.

Por otra parte, y ya desde una perspectiva histórica, no cabe duda de que, lo que hoy conocemos por circo, es un fenómeno que nace con la modernidad, no sólo por el hallazgo de aquel sargento inglés que, en pleno siglo XVIII, descubrió que podía mantenerse en pie encima  de un caballo si éste avanzaba en círculo, gracias a  la fuerza centrípeta, sino, y en lo fundamental, por esa trabazón de sentido que ancla la modernidad entera: lo normal y lo anormal, y por la que se sostiene gran parte del espectáculo del circo.

Pero el circo no permite  intelectualización alguna, dijo Fellini. Como el arte escénico por excelencia, el circo nos devuelve a esa experiencia primigenia del hombre frente al mundo: el asombro; asombro frente a lo inaudito, frente a lo insólito, o frente a lo que excede esas leyes de la naturaleza o alcanza su límite; asombro, a–sombro –frente al contraste de luces y sombras que contribuye a perfilar una percepción singular del espectáculo, sostenida por el ritmo. El ritmo no sólo marca una diferencia estructural entre el circo clásico y el contemporáneo; a la vez, define una experiencia antropológica singular y permite el encuentro de una dimensión ética distinta a la nuestra: la fugacidad, y todo lo que ella despierta en nuestro imaginario. Porque otra de las grandezas del circo descansa en la posibilidad que nos ofrece de acceder a ese mundo otro, a esa otredad que nos constituye y desconocemos. En ese sentido, el circo es el reverso de nuestra cultura, su mala conciencia, desde la imagen del payaso hasta la fascinación escópica que provocan los cuerpos erotizados de los artistas, revelados–re–velados– por ese delgado mallón que nos permite acceder a la desnudez de un cuerpo fetichizado y significado, siempre, por su dimensión lúdica y por la posibilidad de alcanzar los límites de su propia destrucción.

Por último: es imposible abarcar en un texto de las características de éste –que además es también una carta desde la nostalgia a lo mejor de mi infancia y de mi paternidad– la complejidad del fenómeno del circo; haría falta ahondar en la comprensión del fenómeno desde el marco de la antropología, y desde ahí indagar en la relación del circo y el juego. La mirada histórica y la mirada sociológica son imprescindibles para entender tanto la evolución, como los nexos del circo con otras estructuras sociales.

Un tema pendiente es el de los préstamos mutuos entre el circo y otras manifestaciones artísticas, por ejemplo, en la literatura, de Shakespeare a Boll; en el teatro del siglo XX,

Meyerhold, Cocteau, Blok, Weiss. No menos importante es el circo para el cine a través de la obra de Bergman, Carné, Fellini y Kusturica. La música también ha elegido como un interlocutor pivilegiado al circo; sólo en el siglo XX, autores como Satie, Stravinsky, Rota o Fito Páez han dedicado parte de su obra a ese diálogo. México y América Latina no son ajenos a esos préstamos: López Velarde, De la Colina, Hiriart y Eliseo Diego, se han nutrido, también, del circo, igual que Maldita vecindad.

Ahora, con motivo de las celebraciones del bicentenario y el centenario, deberíamos incluir, particularmente, al Circo Atayde, como objeto de reflexión histórica, sociológica y estética, tratándose  de una de las instituciones culturales más importantes de México y que cruza, prácticamente, toda nuestra historia moderna, al menos desde el 26 de agosto de 1888, fecha en que ofreció su primera función.

La dedicatoria de este texto debió incluir a mi padre, quien me llevó al circo por primera vez, y me abrió una puerta a la capacidad de asombro.

 
 
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