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Jueves, 19 de noviembre de 2009
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 OPINIÓN 

Burton y el Chico Ostra

 
Israel León O’Farrill

Recientemente el Museo de Arte Moderno de Nueva York anunció que realizará una retrospectiva del arte gráfico del afamado cineasta Tim Burton. La noticia, pese a que muchos los tome por sorpresa, resulta lógica para mí. Hace algunos años ya, un buen amigo artista gráfico que devoraba toda ilustración que pasara por sus manos, me compartió una de sus tantas joyitas: La melancólica muerte de Chico Ostra y otras historias, libro de poemas de Tim Burton, ilustrados por él mismo. Al hojearlo, inmediatamente vino a mi memoria esa primera experiencia que tuve con el cineasta cuando me topé en una adolescencia un tanto extraña con la película alucinante de Pee–Wee’s big adventure, estelarizada por el comediante de programas para niños que más adelante caería en desgracia, pues fue detenido por masturbarse en un cine para adultos. La cinta demuestra un Tim Burton que juega con la animación, y con escenarios totalmente irreales y repletos de lugares inverosímiles, que más adelante perfeccionará en Beetlejuice, Edward Scissorhands y en las dos primeras entregas de Batman. Pese a que es un director interesante, con propuesta –salvo el hecho de que tenga como actor fetiche a Johnny Depp...  no me acaba de gustar, lo siento– y que nos ha regalado películas entrañables, ya como director, ya como escritor, ya como productor –la más reciente en este sentido, la fabulosa 9– pocos conocen esa faceta del director como ilustrador o poeta. Pareciera que estamos ante un artista en todo el sentido de la palabra.

Bien, el libro del Chico Ostra en ocasiones ha sido considerado como un libro para niños por el simple hecho de que tiene dibujitos, y de que sus universos como la poesía que los acompaña pudieran caer en el estereotipo de lo naif; ello indudablemente resulta de una lectura trunca o simplista de la obra del director. Constantemente encontramos referencias al mundo que nos rodea, a las terribles inconsistencias de la vida moderna y críticas constantes a la degradación de que es objeto la imperfección humana, de la que constantemente estamos buscando escapar. Generalmente sus personajes son sujetos atormentados o en situaciones absurdamente cotidianas, y se ven inmersos en fantásticas realidades que se adaptan finalmente a sus personalidades más ocultas, lo sepan o no. Eso lo vemos en el libro que comentamos. Lógicamente se pensará si es una lectura para niños o no. Lo siento, me parece que no, aunque si en algún momento llego a tener niños, me gustaría que lo leyeran, que se sumerjan en ese mundo extraño de Burton.

Lo mismo sucede con el manga japonés: por el simple hecho de tener monitos, pos es pa’ escuincles. Nada más lejano de la realidad. En este sentido me gustaría recomendar una obra cumbre del manga japonés de los años 80 que narra las atrocidades de Hiroshima y Nagazaki antes, durante y después de recibir la bomba atómica: Barefoot Gen (Hadashi No Gen), del artista gráfico Keiji Nakazawa. Aquí no se trata de súper sayayines (creo que se escribe así, si no, lo siento) que pelean para obtener las bolas del dragón (cosa, me imagino riesgosa, pues no creo que se deje fácilmente), sino del entorno terrible de la II Guerra Mundial, narrado desde el lado japonés. El trazo es sencillo y sin mayores pretensiones, pero la historia y el grado de dramatismo que adquiere el manga es soberbio.

Lo mismo sucede con la entrega de Frank Miller Sin City, donde a partir de la crudeza de espacios en blanco y negro y un arte fenomenal, observamos la decadencia de la vida gabacha en una novela gráfica sin precedentes. Por cierto que la adaptación de Robert Rodríguez y el mismo Miller es realmente buena, quizá lo único decente de Rodríguez. Y qué decir del gran trabajo de Alan Moore y Dave Gibbons Watchmen, que hizo las delicias de los enfermos del cómic en los 80, y que ahora ha merecido también ser llevada a la pantalla grande con resultados realmente buenos. Agradezco grandemente este tipo de trabajos, pues escapamos de las ñoñeces de Archie –que no termina de tronarle los huesitos a ninguna de las dos exquisitas sabrosuras que le ponen– y del fastidioso Torombolo; o de la visión de pastelazo y franca estupidez que encontramos en los trabajos de Disney. Sé que soy un amargo, pero me importa un pepino. No en balde muchos de estos trabajos han sido llamados “novelas gráficas”, que aunque pudiera resultar pretencioso, resulta acertado; en sus páginas encontramos verdaderas construcciones literarias que trascienden la simple palabra para acompañarla con el trazo y el color. 

Por tanto, enhorabuena a Burton, pues recibe un homenaje a una larga trayectoria en diversas formas de arte, entre la que también está el aspecto editorial. Ciertamente no se trata de un homenaje a un cineasta que resulta que hace dibujitos también, como ha sucedido con tanta estrella hollywoodense que resulta que ahora canta, o hace poesía, –léase Jennifer López, Keanu Reeves o el mismísimo Óscar de la Hoya– es un homenaje a un artista multifacético. Será difícil que el lector se haga con una copia del Chico Ostra, pero si consiguen leerlo, en verdad que será una experiencia interesante. Entonces, todos podremos decir que hemos sido retratados, aunque sea un poco, por la mano de Burton.

 
 
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