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Viernes, 3 de abril de 2009
La Jornada de Oriente - Puebla - Cultura
 
 

 OPINIÓN 

Viernes de dolores

 
EDUARDO MERLO

Cada semana santa se recuerda la pasión, crucifixión, muerte y resurrección de Jesucristo; por supuesto se hace mención cuidadosa de cada uno de los acontecimientos que se consignan en los evangelios. Cristo es sin duda el centro de este momento litúrgico y apenas si cabe aludir a la virgen María, aunque ella juega también un papel protagónico, pero el cual, en opinión de los teólogos, debía tratarse fuera de este tiempo. Por esa circunstancia, el sínodo de Colonia (Alemania), que en 1413 discutió ampliamente el asunto llegó a un consenso absoluto: dedicar un día especial en la cuaresma, para recordar los sufrimientos de María, cuando miraba a Jesús tan maltratado, humillado, sentenciado a muerte y crucificado; luego ya muerto, descendido del patíbulo y llevado al sepulcro. El sínodo al que asistieron la mayoría de los jerarcas católicos, dictaminó que para recordar “los dolores y sufrimiento de la virgen María”, se estableciera solemnemente el viernes inmediato anterior a la semana santa, con rezo de oraciones especiales en el oficio divino y en las misas.

Los artistas de inmediato idearon representar a la santa señora con el sufrimiento reflejado en el rostro, abundantes lágrimas y atuendo penitencial, es decir, morado; por cierto no usado así en la época de Cristo, pero arreglado conforme a los colores de la liturgia romana. No contentos con esto, añadieron un paño de lágrimas y luego le colocaron un corazón atravesado por siete puñales o dagas en recuerdo de cada uno de siete dolores especialmente señalados, empezando por el de la persecución de Herodes hacia el niño Jesús, luego la profecía que le hiciera Simeón el sacerdote, relativa a que una espada de dolor atravesaría su corazón; la pérdida del niño y su encuentro en el templo y por supuesto los relativos a la pasión.

La costumbre se extendió a todas partes, especialmente a España, en donde se arraigó profundamente, sobre todo en Andalucía, región alegre que influyó grandemente para que en honor de la virgen dolorosa, se recreara un altar festivo.

La costumbre pasó al nuevo mundo con los franciscanos, quienes plasmaron esa devoción que se advierte desde muy temprano, por ejemplo, en la primera capilla posa del convento franciscano de San Andrés Calpan, donde se labró un estupendo relieve de la virgen, con siete enormes dagas, demasiado largas,  que se clavan en su corazón, todo ello del siglo XVI. Sabemos bien que cada uno de los símbolos y elementos ornamentales de los templos y anexos conventuales, tuvieron un fin catequístico, así esas dagas o espadas, sirvieron para que los indígenas aprendieran esa parte de la historia sagrada. Si los andaluces tomaron la costumbre y la afamaron, los novohispanos, con la gran influencia del pasado prehispánico, no sólo la conmemoraron, sino inclusive, a pesar de la oposición del clero, la hicieron festiva. Cualquiera pensaría en la descortesía y falta de respeto, pues no parece a primera vista, tan agradable que se haga fiesta con símbolos dolientes; pero cualquiera que conozca el espíritu de los mexicanos lo puede entender cabalmente. No se hace la fiesta por los “dolores”, claro que no, el bullicio y mitote es para tratar de “distraer” a la santa madre, evitándole pensar en ellos; igualmente para recompensarla por el sufrimiento, haciéndole pasar unos momentos agradables. De ahí que se le dedique un altar especial, majestuoso e ingenioso. Los colores litúrgicos pierden su carácter al convertirse en papel picado. El mantel bordado es parte del lujo y esplendor; las naranjas doradas son el símbolo de la tranquilidad que da su flor: el azahar. Las banderitas de “orito” se encajan en los frutos para que al ser ondeadas por el viento suenen peculiarmente. Un intento de alegría es colocar ampollas o vitroleros con aguas de colores, las que ayudadas por una vela en la parte posterior, fingirán ser una candileja colorida. Las “coronitas” de palma o de cucharilla son indispensables, representan la corona de espinas y al mismo tiempo aluden a la majestad de la reina del cielo. Junto a ellas, los juguetes de barro en forma de borregos, de aves o de toros, con chía germinando entre los poros del barro, para dar efecto de pelambre o pachonera de los animalitos. Igualmente los trigos germinados en la oscuridad, para recordar la palidez provocada por el dolor.

La visita al “altar de dolores”, que es en sí una amable cortesía, se complementa con el obsequio de aguas frescas, principalmente de limón con chía, jamaica, horchata o tamarindo. A las visitas distinguidas su copita de jerez, rompope o alguno de los innumerables licorcitos de frutas y a rezar el rosario con los “misterios dolorosos”. El altar de dolores es una tradición europea, en cuanto a su conmemoración, pero una auténtica celebración a la mexicana.

 
 
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