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Miércoles, 25 de junio de 2008
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 OPINIÓN 

Aires de cambio. El viaje como autobiografía*

 

Canaletto, Potocki y Margo Glantz. El arte de vivir viajando
 Margo Glantz

La autobiografía, dice Jean Starobinski (me apoyo en él), no es ciertamente un género predeterminado, supone sin embargo ciertas condiciones ideológicas (o culturales): la importancia de la experiencia personal y la oportunidad de ofrecer su relación sincera a los demás. Esta presuposición establece la legitimidad del yo y autoriza al sujeto del discurso a tomar como tema su existencia pasada. Además, el yo está confirmado en su función de sujeto permanente por la presencia de su correlato, el tú, le confiere al discurso su motivación”.

 

El tiempo estático

No sé, nadie lo sabe, y menos que nadie, yo misma: ¿por qué estos viajes circulares que me hacen regresar año tras año a las mismas ciudades, Madrid, Berlín, París? Advierto los cambios, y para mí; sin embargo, el tiempo no ha transcurrido. Una vez en 1989, estando en París, la ciudad se regocija: el muro de Berlín se ha derrumbado; Libération, entonces todavía un gran periódico, no ha podido dar la noticia, una huelga –no recuerdo debido a qué– se lo ha impedido. Me alberga la amiga de una amiga, amablemente; salimos a celebrar en uno de esos bistrocitos de Menilmontant, todavía un barrio donde se sigue viviendo como en un barrio normal con parisinos, como antes en el Barrio Latino o en el Marais, ahora carísimos, con boutiques de diseñadores y unas pocas librerías; por Saint Germain sigue en pie la iglesia con su torre medieval, los tradicionales bistrots Les deux Magots, Le Flore o, enfrente, la Brasserie Lipp, frecuentados en la década de los 50 por Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Juliette Greco, enfundada ésta en ropas totalmente negras; hoy, en esencia, una continuación de los escaparates de Armani o de Hugo Boss. Afortunadamente, en medio e intacta, la librería La Hune ha triunfado contra los especuladores que deseaban instalar nuevas boutiques.

En 1990 regreso a Berlín, quedan algunos tramos del muro; en dos ocasiones lo había atravesado salvando obstáculos; de súbito, el metro se cortaba en este recorrido restablecido en su trazado natural. Los edificios ostentaban y ostentan el impacto de la metralla, edificios inhóspitos y lóbregos, ahora en su nuevo esplendor neoliberal.

Antes de iniciarse el Congreso me viene un súbito deseo de visitar Dresden, situada en lo que fuera la Alemania Oriental, bombardeada por los ingleses al final de la Segunda Guerra, hecho recordado magistralmente por el cineasta polaco Wajda en Esta noche muere una ciudad. Cuando llegué, la plaza central ostentaba aún sus ruinas, la más notoria, la Catedral de Nuestra Señora; la pinacoteca, famosísima, empezaba a reorganizarse: camino entre escombros y pienso que sería mejor entrar a ver las pinturas.

He vuelto a Dresden hace unos días en este inicio de primavera de 2007: la ciudad ha sido milagrosamente reconstruida; me entero al leer la guía de que había sido destruida a finales del siglo XIX y reconstruida de nuevo antes de la guerra. La volvieron a levantar, está intacta, pero todo es hechizo, blanco, perfecto; en la Pinacoteca los enormes cuadros del Canaletto quien, como yo, deambulaba de ciudad en ciudad en el siglo XVIII, les ha permitido a los arquitectos restaurarla con precisión laboriosa. Esta vez visito varias veces el museo, una retrospectiva de los Cranach, padre e hijo, es fascinante: aristócratas gloriosos, buenos o malos, heroicos, buenos administradores y buenos guerreros; aparecen retratados con sus trajes de ceremonia y algunas de sus mujeres vestidas de terciopelo púrpura con minuciosos plisados, pesadas cadenas de oro macizo y collares de pierdas preciosas, a sus pies un perro faldero, mechudo, blanco. Los condes o duques o marqueses llevan vestimentas elaboradas con incisiones que dejan entrever otra tela de color claro –me hacen recordar los cuadros de Lucio Fontana–; además de empuñar una espada y de exhibir de manera espectacular –y muy protegida– su virilidad, se dejan retratar acompañados por su perro preferido, un enorme mastín o un rottweiler.

No puedo menos que suspirar. Al llegar a Berlín el primero de abril me entero de que mi perra Lola, blanquinegra y callejera, no puede caminar ni comer. El veterinario me dice por teléfono que sería mejor sacrificarla. Su desaparición durante mi ausencia me entristece. Cuando visito por enésima vez la vieja pinacoteca de la ciudad en ese maravilloso espacio dedicado a la cultura y vuelvo a admirar los cuadros del renacimiento alemán, lo único que me interesa es detectar a los múltiples perros que aparecen pintados de manera indiscriminada, ya se trate de un nacimiento, una pasión o una resurrección de Cristo o del retrato solemne por Pierre Boulez, la Segunda Sinfonía de Mahler, la oigo como si el compositor denigrado por los nazis la hubiese escrito como un Réquiem para despedir a mi Lolita. El día anterior, Daniel Barenboim ha dirigido su primera sinfonía, El titán, ha cantado Thomas Quasthoff, quien debido a la talidomida carece de piernas y brazos y es solamente una voz.

 

Una alfombra mágica

Después de haber permanecido casi dos siglos en el olvido, cualquier obra del escritor polaco Jan Potocki es hoy recibida con gran veneración; su gran popularidad proviene del redescubrimiento de su obra magna El manuscrito encontrado en Zaragoza. Publicada en una versión fragmentada por Roger Caillois en la década de los 50 y reeditada en una mucho más extensa versión (quizá completa), a finales del siglo XX, ocupa con toda legitimidad uno de los sitios literarios fundamentales de la literatura de finales de la Ilustración y principios del Romanticismo.

El aristócrata polaco fue un gran viajero, recorrió varias regiones del mundo europeo pero también los países donde se practicaba la religión musulmana. Marruecos le interesó por varias razones, sobre todo, porque era un viajero impenitente, tenía compromisos oficiales y recopilaba material para su Manuscrito, proyecto obsesivo que una vez terminado no le dejó más alternativa que el suicidio, operación planeada con tanto cuidado como el libro mismo.

El viaje a Marruecos, confiesa, entraña para él la posibilidad de encontrar “un cambio de paisaje, de cielo y de naturaleza, el proyecto de escuchar el silencio de los desiertos, el borde agitado del mar y consignar un pensamiento en medio de esos monumentos de antiguos ensueños…” También, el de observar otros países y costumbres con ojos inteligentes y desprejuiciados.

Éste es el libro que leo en el avión, en este nuevo viaje en que pasaré los próximos meses, febrero a mayo de 2004, enseñando en Barcelona, una cátedra sobre sor Juana Inés de la Cruz, la gran poetisa novohispana, mi caballito de batalla, de quien he vivido como cualquier gigoló vive de sus asociadas, si es posible utilizar este eufemismo. Sor Juana, aunque parezca mentira, poco trabajada y conocida en España, sor Juana que allí fue una de las escritoras más leídas en los siglos XVII y XVIII: en 35 años se hicieron 20 ediciones de sus obras y muy probablemente algunas de contrabando.

En el avión viajo entonces acompañada de Potocki; paso las largas horas de vuelo recorriendo los desiertos, los oasis, conociendo a los altos funcionarios del Imperio, antes de que entraran allí los franceses, estornudo cuando el polvo de los caminos llega demasiado cerca de mí nariz, observo los bellos collares que usan las mujeres, el atuendo de los jeques y la magnificencia de los poderosos. Jan Nepomuk Potocki espontáneo y cuidadoso, erudito y ligero, suntuoso y bonachón, observador y generoso viajero, desplazándose por esos parajes a lomo de camello, no sólo cargado de enormes valijas para garantizar su comodidad, sino repleto de conocimientos sobre el país que visita, siempre acompañado de un intérprete judío, mal visto por los musulmanes, pero que recuerda de algún modo la antigua convivencia, la que alguna vez en España permitió la coexistencia de tres culturas muy distintas, dato que el escritor polaco añora y recrea en su novela, la cual carecería de la intensidad o el misterio que cobran sentido cuando relato participa de ese extraño amalgama: tres culturas y religiones, la cristiana, la judía y la árabe, conviviendo en casi perfecta armonía.

 

¿Qué es una ciudad?

“El viajero toma prestadas las rutas que, aún antes de empezar su recorrido, lo esperaban desde siempre”, escribe Kafka en 1922. “Puede afirmarse también en otro sentido que ese mismo viajero traza una ruta que evidentemente, no hubiese existido si antes él no la hubiese recorrido”.

En mi ruta cotidiana de la Plaza Cataluña hacia el Rabal, suelo detenerme, cargada de ropa, donde hay un tintorero pakistaníes que siempre me estafa y me hace caer en el lugar común de un incipiente racismo; me detengo en el locutorio y compro una tarjeta telefónica, por cinco euros hablo durante 180 minutos a México, como mi empleada ecuatoriana llama a su familia en el Ecuador. Atravieso las Ramblas repletas de pájaros, flores, peces y turistas, en fin, me detengo y admiro a las estatuas vivientes –me fascina una Anunciación (totalmente plateada), un Che Guevara, un viejo que juega fútbol y hace equilibrios, un caballero de frac, un oso blanco, compro los periódicos –La vanguardia y El País; continúo mi diaria travesía hacia la Librería Central, mi lugar preferido. Me detengo en la mesa de novedades, me interesan en particular los libros de Azagra o los del Acantilado; en el segundo piso repaso los títulos que sobre filosofía se han publicado en la editorial Pretextos, compro sólo una novela sobre Jozef Roth de Soma Morgenstern. Tomo café en el pequeño restorán de la librería y converso en el sabio encargado de la sección de discos, me señala un librero, al lado de la caja, allí se exhiben –y se venden los cd de la marca Naxos, baratos y variadísimos, siempre interpretados por pianistas escuálidos provenientes de países que alguna vez fueron socialistas; adquiero de a poco la colección completa de las transcripciones de Liszt para el piano. La selección es mucho más amplia y buena que la de las enormes disqueras estadunidenses, por las que suelo detenerme en mis frecuentes visitas a universidades norteamericanas. Estoy ahora en Europa, es la primavera de 2004, enseño en la Universidad Central de Barcelona.

Regreso, entro en la florería situada en el atrio de una iglesia, cerca del Portal de Ángel, compro rosas, llego a la esquina, atravieso la plaza y en paseo de Gracia los balcones de los edificios se abren como palcos sobre un escenario de ópera: me conmociono.

Un día cambia la rutina: en medio de una callejuela del barrio gótico, después de haberme comprado varias blusas de algodón de distintos colores, en un charco, en el suelo, un libro grueso, oscuro; lo examino con curiosidad: sus duras tapas negras manchadas de cagaduras de paloma, el lomo húmedo y mohoso; lo abro con asco, es, nada menos, la famosa edición del I Chin prologada por Karl Jung: ¿se prepara un cambio irremediable en mi destino?

“¿Qué es una ciudad?”, se pregunta Georges Perec en su libro Espéce d’espaces? Una ciudad: piedra, concreto, asfalto. Gente desconocida, monumentos, instituciones.

Megalópolis. Ciudades tentaculares, arterias. Muchedumbres… ¿Qué es el corazón de una ciudad? ¿El alma de una ciudad? ¿Por qué se dice que una ciudad es bella o es fea? ¿Qué hay de bello o de feo en una ciudad? ¿Cómo se conoce la propia ciudad?

Cuando regreso a México, en avión y en época de secas, la ciudad se extiende interminablemente, y en la noche, con sus miradas de luces encendidas, el panorama es glorioso. Pero si se llega de día, la ciudad se extiende hacia el infinito, achatada y amarillenta, dejando ver sus cicatrices, su desolada e intensa red de calles torcidas, polvorientas y asfaltadas, árboles desmedrados, basura, polvo, su cielo es cenizo y en las fachadas de los edificios enormes anuncios lo cubren todo. La ciudad de México reitera los estereotipos, fue –ya no es una ciudad fundada sobre el agua, una nueva Venecia, una Venecia inundada, de cuya muestra queda un dudoso botón, Xochimilco y sus chinampas; a la cristalina calidad del agua se añadía la extraordinaria transparencia del aire: una transparencia que como la vista de los volcanes y las noches estrelladas ya no es, solamente fue.

* Fragmento del texto leído ayer por la autora, en la inauguración del XXXVII Congreso Internacional del Instituto de Literatura Iberoamericana (IILI) que se celebra en esta ciudad. Se trata de una serie de recuerdos y sentimientos que rescata de anotaciones, a lo largo de 50 años de viaje, preámbulo de lo que será su próximo libro.

 
 
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