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Puebla > Educación
jueves 31 de mayo de 2007

OPINIÓN

Pienso, luego conspiro

Jorge A. Calles Santillana

Hoy expondré sucesos que ocurren en la Universidad de las Américas, Puebla, institución en la que he estado prestando mis servicios como profesor e investigador a lo largo de ya casi 21 años. Indudablemente es un recuento que no puede ser considerado neutral porque en algunos de ellos he estado involucrado y porque me mueve el enojo provocado por los injustificados y arbitrarios despidos de compañeros y amigos. No es, sin embargo, una narración que tergiverse ni oculte hechos. Es un testimonio que busca ampliar la información sobre un conflicto interno que actualmente aqueja a la institución y que amenaza con destruir el prestigio nacional e internacional que ha desarrollado y alcanzado en las últimas dos décadas. Creo–al igual que los profesores e investigadores que recientemente fueron despedidos por estar involucrados, según las autoridades, en una “conspiración” cuyo objetivo es vender la institución “a intereses extranjeros”– que el liderazgo que ejerce el actual rector, Pedro Ángel Palou, ha sido profundamente dañino para la universidad y que su salida es necesaria –además de urgente– si en verdad se quiere resolver la crisis que vive esta casa de estudios.

La Universidad de las Américas Puebla fue en sus orígenes el Mexico City College, institución fundada en 1940 por organizaciones y personas académicas interesadas en crear un espacio en el cual jóvenes de los Estados Unidos pudieran realizar estudios universitarios fuera de su país. Con el tiempo, capital mexicano se unió al estadounidense y el proyecto creció y se convirtió en Universidad de las Américas, nombre que daba cuenta ya de la comunidad de intereses estadounidenses y mexicanos. A finales de los 60, la institución edificó el campus de Cholula y allí se trasladó el grueso de la actividad académica, en tanto que en la ciudad de México se conservó un edificio. El interés por desarrollar un espacio binacional encontró más acuerdos en el terreno académico que en el financiero pues los dos grandes conflictos que ha vivido la institución –1975 y 1985– han surgido de las desavenencias entre los inversores. La última disputa implicó la separación definitiva de los inversores estadounidenses y el rompimiento definitivo entre la institución de la ciudad de México y la de Puebla. No sorprende, entonces, que el rector Palou quiera hacer aparecer la crisis actual como un nuevo episodio de esta larga historia de relaciones problemáticas entre capitalistas mexicanos y estadunideneses. Para quienes más o menos conocen la historia de la UDLA, el señalamiento de un “ataque extranjero” suena coherente y resulta ser un buen gancho retórico que invita a ponerse del lado del rector, quien de inmediato aparece como el defensor natural “de los intereses nacionales” dentro de la institución. Sin embargo, en esta ocasión no hay tal choque entre intereses económicos de grupos de los dos países. La actual crisis es resultado, sin lugar a ninguna duda, de la forma en la que Palou ha ido desarticulando la institucionalidad de la universidad para concentrar el poder y ejercer un liderazgo autoritario que posibilite el desmantelamiento del proyecto académico que se ha venido desarrollando en los últimos 22 años. El objetivo del rector no está claro, pero por largo tiempo se ha especulado en la comunidad universitaria que se trata de abaratar el proyecto. La prioridad que Palou le da al tema del saneamiento financiero en sus discursos parece darle fuerza a esta hipótesis. Ciertamente, Neil Lindley -consejero universitario hasta hace unos días e hijo de Ray Lindley, el primer rector de la institución– señaló en la junta de consejo del 23 de marzo pasado que había un grupo de universidades estadounidenses interesadas en participar en el Patronato de la UDLA e inyectarle recursos. Cómo lo hizo, qué exactamente dijo, qué ofreció y a qué se comprometió es algo que no se sabe con certeza, pero las reacciones de algunos miembros del Consejo y del Patronato y del rector sugieren que Lindley hizo su propuesta al margen del reglamento que rige a ese cuerpo universitario y de la ética. Tal vez. Pero lo cierto es que Lindley no ganó notoriedad dentro de la Universidad por su propuesta, sino por una entrevista publicada en el periódico estudiantil La Catarina en la que criticó fuertemente a la administración de Pedro Ángel Palou y a la familia Jenkins. Hasta ese momento, prácticamente nadie en la universidad conocía a Lindley, mucho menos sabía que era consejero universitario y que había asistido a la última junta a hacer el ofrecimiento que hizo. Neil Lindey fue acusado de haber actuado en contra del reglamento del Consejo y faltando a todo principio ético por lo que los consejeros decidieron su expulsión de ese cuerpo. Si efectivamente fue echado por ir más allá de lo permitido –y no por haber expresado públicamente sus críticas a la administración y al Patronato, como mucho se ha especulado en la comunidad universitaria– bienvenida sea la acción correctiva. Soy el primero en celebrarla y aplaudirla. No creo equivocarme al sostener que la mayoría de mis colegas y demás miembros de la comunidad estarán de acuerdo conmigo. Pero no hay razón alguna para conectar a Lindley con el grupo de profesores que desde tiempo atrás veníamos expresando desacuerdos con las decisiones del rector en materia académica y que decidimos emprender acciones concretas en enero de este año cuando la administración tomó el control de La Catarina –semanario universitario manejado enteramente por estudiantes, en su mayoría del Departamento de Comunicación–, intimidó a sus miembros y suspendió temporalmente la publicación. En esos días de enero todos los profesores de tiempo completo del departamento de Ciencias de la Comunicación hicimos llegar al presidente del patronato, señor Guillermo Jenkins Antead, una carta en la que enumerábamos acciones del rector que habían erosionado la institucionalidad y que le habían permitido imponer como jefa de nuestro departamento a Martha Laris, mujer de bajo perfil profesional y nula carrera académica, y atacar la libertad de expresión. Ambos hechos –la imposición de Laris y la supresión de La Catarina– causaron reacciones negativas en la Texas Christian University, institución con la que la UDLA tiene convenios académicos importantes, entre los que destaca un programa de doble diploma con varios departamentos. Las altas autoridades de la Texas Christian University llegaron a amenazar con anular compromisos académicos. Pero la protesta no se constriñó a nuestro departamento. Varios profesores de las tres escuelas de la institución enviaron también, por separado, una carta al señor Jenkins en la que hacían ver que el golpe al periódico estudiantil no era una acción aislada, sino consecuencia del autoritarismo surgido de la concentración de poder promovida por el rector. Las instancias de análisis y decisión colegiales habían desaparecido o perdido su carácter, se quejaban los profesores en esa carta. Denunciaban, además, que el cuerpo de seguridad de la universidad era utilizado como fuerza policiaca, ya que continuamente intimidaba a estudiantes y hostigaba a profesores. La respuesta del señor Jenkins fue inmediata. El rector Palou fue citado por el señor Jenkins y otros miembros del Patronato días después de que estas cartas fueron enviadas y, según se especuló, la plática ocurrió en un ambiente tenso y la voz del presidente del Patronato fue dura y tajante. No es posible saber qué tanto esto es verdad; sin embargo, el hecho de que a su regreso a la institución el rector anunciara la separación de Martha Laris del departamento de Comunicación para hacerse cargo de la Dirección de Comunicación Social, la formación de un Colegio Académico con amplia representación de los profesores (uno por cada uno de los 30 departamentos) y la devolución del control del proyecto periodístico a los estudiantes hace suponer que los rumores no eran del todo descabellados. El Colegio Académico se ocuparía de elaborar un documento que determinaría la estructura de gobierno de la universidad, sus instancias y los procedimientos para nombrar vicerrectores, decanos y jefes de departamento, y para contratar profesores e investigadores. La constitución del cuerpo y su actividad consumieron todo el mes de abril. El resultado fue un primer documento que fue discutido en todos los departamentos académicos. El viernes 11 de mayo, los representantes académicos se reunirían para discutir las observaciones y añadidos particulares y alcanzar un consenso. De allí surgiría una versión final del documento que sería enviada al Consejo y al Patronato universitarios para su aprobación definitiva. Sin embargo, el rector envió el día anterior –10 de mayo por la tarde-– un comunicado indicando que el documento había sido turnado al departamento jurídico para su revisión, cancelaba la reunión de representantes del día siguiente y daba por terminada la labor del Colegio. Al día siguiente se conocerían la renuncias de Luis Foncerrada, vicerrector general, y Marco Antonio Cerón, director de Finanzas y Administración. La primera ocurrió por razones personales, según el comunicado ofi cial. La segunda, porque el funcionario ostentaba un doctorado de una universidad no acreditada, no obstante que ese mismo grado había sido elogiado por el mismo rector en el comunicado en el que anunciaba su contratación, mes y medio antes. Este cambio de escenario preocupó profundamente a la comunidad universitaria porque hacía evidente que había habido una modifi cación muy fuerte en las relaciones de poder en las altas estructuras de la institución. Era sabido que la relación entre Palou y Foncerrada era tirante desde tiempo atrás, y que éste era el único contrapeso fuerte al poder del rector, gracias a una buena relación con el Sr. Jenkins y sus hijos. Además, desacreditar el grado de Cerón como razón para su separación del cargo fue, evidentemente, un recurso burdo. La suya no era una posición académica que reclamara un doctorado, sino un cargo administrativo cuyo desempeño requería experiencia en y habilidad para recaudar y administrar fondos. Pero además, es muy curioso que al rector le preocupara la calidad del grado de Cerón cuando su antecesor, Jorge Alberto Lozoya, no tenía doctorado alguno. Si el grado hubiera sido una exigencia para poder ejercer el cargo, el caso de Lozoya habría sido más grave pues era vicerrectoría durante su gestión y no la dirección en que fue transformada a su salida. El problema de fondo era –y la comunidad entera lo sabe– que Cerón había sido ubicado allí por Luis Regordosa, presidente del Consejo Universitario hasta hace poco y quien acaba de renunciar por no haber sido consultado por Palou en los despidos de Foncerrada y de los profesores. Se sabe también que Cerón tenía diferencias con el rector Palou. Jorge Alberto Lozoya, en cambio, era afín a él. Estas renuncias dejaban en claro que la fuerza de Foncerrada y su capacidad de ejercer contrapesos se habían perdido por completo. Por otra parte, la cancelación de los trabajos del Colegio Académico anunciaba el advenimiento de tiempos difíciles para los académicos. Qué pasó exactamente entre el regaño del señor Jenkins a Palou, la merma a su autoritarismo y su resurgimiento como centro de todo el poder en la institución es algo que se desconoce. Pero la intranquilidad y la preocupación volvieron al campus. Varios profesores de las tres escuelas decidieron reunirse el 15 de mayo en casa de uno de ellos para discutir escenarios y acciones posibles. El objetivo era impedir que se detuviera el restablecimiento de la institucionalidad que garantizara la participación abierta, plural y diversa de la comunidad en el gobierno de la universidad. Al día siguiente, el despido de Mark Ryan, del departamento de Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas y ex profesor de Yale, daría inicio al ajuste de cuentas que pretende eliminar, bajo acusaciones de “conspiración” a académicos de primerísimo nivel que creen en un proyecto académico de nivel mundial que se basa en el respeto a la pluralidad, la disidencia y el pensamiento crítico. El rector dijo en una entrevista reciente que esos profesores rechazaron dar su apoyo a “un único proyecto”. Por supuesto, los pensadores críticos –especialmente en estos tiempos en los que la existencia de proyectos universales ha sido puesta en duda más que nunca– no podrán aceptar jamás estar de acuerdo con un proyecto único, impuesto por una sola persona sin que haya sido discutido y confeccionado por quienes en él habrán de participar. La teoría de la conspiración carece de sustento. Los únicos hechos que la favorecen son la propuesta de Lindley y la oposición de varios profesores al liderazgo de Palou. ésta antecede a aquélla y jamás estuvieron conectadas. Pero además, la oposición de los catedráticos jamás habría surgido y la crítica de Lindley jamás habría ocurrido si Pedro Ángel Palou hubiese respetado la estructura de gobierno que existía a su llegada y hubiera aceptado compartir el diagnóstico de la institución, la planeación de la estrategia de desarrollo y las decisiones con el personal académico de la institución.