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Puebla > Deportes
lunes 17 de julio de 2006

TAUROMAQUIA

Cronistas

Alcalino

La vida es de quien la vive. Pero como no hay vida que se dé en el vacío, y ese entorno que nos rodea tiene también vida propia, vivir significa asimismo contemplar, conocer, adentrarse en las cosas del mundo, esa totalidad que al contenernos continuamente nos está provocando, incitando, interrogando. Y que al involucrarnos en sus ritmos, se deja también tocar por nosotros ¿Quién toca a quién? ¿Quién primero y quién después? ¿Somos nosotros o lo que nos rodea, o somos lo que somos junto con lo que nos rodea? En todo caso, vivir inmersos en esa espesura sin fin sería incomprensible si no pudiésemos distinguir dentro de ella girones muy nuestros, que nuestros ojos y nuestra conciencia distinguen de la mezcolanza universal. Mundos propios, identitarios, que nos salvan de lo que el mundo tiene de hostilmente ajeno. Sólo a partir de ellos podemos empezar hablar de nuestro mundo. Es decir, de nosotros mismos.

Historiadores y notarios. La identidad taurina del simple aficionado se fortalece, entre otras cosas, porque existe quien dé relieve a los sucesos que nos conmueven en la plaza creando palabras, relatos, narraciones, escritura. La palabra apasionada y pedagógica de sus mayores uno –medio tocado ya por la fiebre del toreo– podía enlazarla casi enseguida a la lectura de la crónica del festejo, precedida a veces por la voz del narrador radial o televisivo, que solía tener además espacios propios para la opinión, la recreación, la entrevista posterior al protagonista. Se dirá tal vez que la poderosa difusión de los deportes modernos descansa en estrategias mediáticas semejantes. Pero los toros han sido otra cosa. El mero reporteo no les sienta bien. Ni la nota rutinaria que sintetiza datos y se aleja presto del escucha o lector, dejándolo con un palmo de narices. Eso funcionará bien para los que apuestan a las quinielas o están dedicados a comprar camisetas con el nombre y número del ídolo en inscripción dorsal. Pero en ese mundillo, el taurino se siente más incómodo que un miura en chiquero angosto. Porque lo suyo –lo nuestro– es la crónica capaz de argumentar narrativa, sabrosamente en torno a la corrida que vimos o que hubiéramos querido ver. Algo que, por desgracia, está cayendo en rápido desuso. No sabría decir si la decadencia del gusto por el toreo se debe a la ausencia de cronistas señeros, o si es exactamente al revés: que la cultura del viodeclip, la quiniela y el reporte vacío han acabado con los lectores y dejado sin espacio al cronista.

Seguir la huella. En todo caso, queda al aficionado de casta el recurso de la relectura. De restablecer su antiguo pacto y contacto con las letras de los Monosabio, Verduguillo, Septién García, Solana hijo, Don José o Juan Pellicer, testigos atentos todos ellos de sucesivas épocas del toreo mexicano, cuando de tal cosa podía hablarse sin equívocos ni dudas. De España sigue pareciéndome Gregorio Corrochano una pluma fundamental, pese al poco agrado que suscitaba en Pepe Alameda –aquel español– mexicano que hizo célebre un estilo de narración televisiva que aunaba entusiasmo y buena prosa, mediano apenas si se le lee en los diversos diarios para los cuales colaboró, pero gigantesco en cambio como autor de un par de obras taurinas esenciales. Naturalmente, el número y peso de cronistas hispanos a través de ya tres siglos de toreo no tiene parangón. Citados a vuelapluma, incluye a gente como Sánchez de Neira, Cavia, Don Modesto, Don Quijote, Alcázar, Cañavate, Don Antonio, Zabala padre, Navalón y, hasta hace cuatro años, al gran Joaquín Vidal, incomparable de estilo aunque se perdiera a veces en su castizo laberinto de opositor a ultranza.

Quedan algunos escritores de muy buen nivel –Juan Posada, Barquerito, Paco Aguado, çlvaro Acevedo... tal vez demasiado apegados, sobre todo los jóvenes, al hipercriticismo en boga. Tanto que a veces uno duda si sabrán y entenderán mejor de toros y toreros que los protagonistas del viejo rito ibérico.

Canela pura. De los cronistas actuales, confieso que quien mejor llena mis expectativas de aficionado –lector es, en México, Leonardo Páez– imprescindible, como tantos escritos suyos, el pequeño pero muy lúcido ensayo comparando toros y futbol publicado en La Jornada de ayer. Y fuera de México un colombiano, Antonio Caballero, que escribe esporádicamente en la última página de 6 Toros 6 y gusta ir, con mucho humor y estilo, a contracorriente del pretencioso cientificismo español de esta hora: sostiene que de toros en realidad nadie entiende mayor cosa, y que es más sabio aprovechar la entraña impresionista y profunda de la fiesta para recrearla, repensarla y mantenerla viva en la letra, hogar primero y último de la palabra y el pensamiento creador.

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